Opinión | Buenos días y buena suerte

Yo también escribiré de Paul Auster

AHORA, SÍ, corremos a las estanterías y a las librerías en busca, otra vez, de Paul Auster. La gente se acuerda mucho de los muertos y tiende a confiar más en ellos que en los vivos. Los muertos, en general, ganan muchos enteros, aunque aligeren unos gramos de alma en el peso sólido de la carne. Pero un muerto, en general, merece un respeto, y además todo se revaloriza en él, porque sabes que ese escritor muerto, Auster en este caso, ya no escribirá más. Las cosas valen más cuando ya no pueden repetirse. Cuando se acaba la producción. Cuando se rompe el molde, si me lo permiten. Salvo que, como acaba de suceder con García Márquez, se encuentre en los archivos, o en algún apartamento de Brooklyn, una historia perdida. 

Auster está omnipresente en este día de su muerte, pero ya lo estaba en nosotros. Su rostro épico daba muy bien en las televisiones. Incluso sentado, con la cabeza baja, en alguna esquina de Nueva York, adivinabas allí un ser heroico, con rostro de guerrero. Sus ojos, sus cejas, su pelo. Podría haber sido el comandante de una nave espacial. En aquellas facciones, inconfundibles, se acumulaba el gran peso de la vida, pero al tiempo brillaba el dulce pasear entre la gente, el andar entre barrios con varias capas de pasado. 

Siendo tan neoyorquino, y tan de Brooklyn, fue, sin embargo, muy europeo, y no sólo por ascendencia. Y muy de este país, y de este lugar, donde se le amaba, se le leía y se le premiaba. Tener a Auster era como lograr casi lo imposible, tan demandado estaba aquí y allá, como una estrella de rock. Como Lou Reed, o casi. Pero su literatura, sin embargo, se escondía en giros impredecibles, en viajes por el interior, mucho más que en la gran algarabía social que desataba su presencia allá donde iba. La estrella llenaba auditorios y salas de museos de arte contemporáneo, hablaba a las audiencias enfervorizadas de lo que significaba escribir, de cómo la vida y la literatura se engarzaban, de cómo la literatura le había salvado, literalmente, de alguna que otra muerte. 

Pero luego, ante la máquina de escribir, ante la página, Auster viajaba por dimensiones extrañas, aunque tuvieran ramificaciones biográficas, iba y venía, recorría varios territorios que expresaban lo laberíntico de la existencia: y en ellos se agazapaba la tragedia, la muerte, la enfermedad, pues vivir consistía, sobre todo, en esquivar las trampas, en aprovechar el momento favorable del azar, si es que alguna vez llegaba. Aún ayer leí esa historia terrible, que contaba Eduardo Lago en ‘El País’, del compañero de clase de Auster que, mientras corrían ambos a la par en un campamento de verano, cayó fulminado por un rayo, en una tarde tormenta. Lago dejaba caer la frase con la que Auster explicó la tragedia: “lo asesinaron los dioses”.

Y así, siempre, la muerte y el azar han tejido la prosa del gran escritor. Porque cuando se habla de la vida se habla en realidad de la muerte que siempre acecha a la orilla del camino. Lo raro es vivir. Mientras todo discurre lentamente, incluso en la bonanza rosa del atardecer, la muerte está atenta. Auster es ese viaje sobre un campo de minas: eso es, finalmente, la vida, que, por supuesto, siempre acaba mal, por más milongas que nos cuenten. Y a él no le faltaron las tragedias, aunque los dioses lo salvaran del rayo.  

Unas horas, incluso unos minutos después de morir Paul Auster, ya no se podía decir nada nuevo sobre él. Llovió sobre las redacciones, se quiso reconstruir esa obra ciclópea en breves segundos. Pero todo sigue ahí, tranquilos: aunque él ya no esté. Me gustó que el querido Manuel Vilas dijera que hay que ver siempre ‘Smoke’. Sé bien de su gusto por la literatura norteamericana, de su conocimiento, a través de Ana Merino, claro, y de su propia experiencia en Estados Unidos. ‘Smoke’ queda para mí muy lejos, me parece como si la hubiera visto en la adolescencia, y, sin embargo, todo ese humo sigue ahí, rodeándome como una niebla amorosa y salvadora.