{ TRIBUNA LIBRE }

Semana Santa: palabra, pasión y vida

Procesión de La Borriquita por las calles del casco histórico de Santiago, el pasado domingo.  | FOTO: A. HERNÁNDEZ

Procesión de La Borriquita por las calles del casco histórico de Santiago, el pasado domingo. | FOTO: A. HERNÁNDEZ / Monseñor Francisco José Prieto Fernández

Monseñor Francisco José Prieto Fernández

ALBERT CAMUS concluye su novela La peste afirmando que “en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Sin afán de hacer una hermenéutica de fácil moraleja, en las palabras del escritor argelino-francés se nos recuerda que las peores epidemias no son biológicas, sino morales. En las situaciones de crisis, sale a luz lo peor de la sociedad: insolidaridad, egoísmo, inmadurez, irracionalidad. Pero también emerge lo mejor. Siempre hay justos que sacrifican su bienestar para cuidar a los demás. Como el doctor Rieux en aquella ciudad de Orán azotada por la peste.

Cuando Camus proclama que en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio, insinúa también la pregunta de por qué esos rasgos admirables solo aparecen en tiempos “de peste”. Una sociedad verdaderamente humana debería sentir la preocupación por poner siempre encima de la mesa todo el dolor humano, en vez de tanto aluvión de informaciones inútiles, frívolas o simplemente chismosas. En esta época en que la pandemia ha mudado en tantas guerras y crisis que muerden la vida de todos nosotros, no dejamos de contemplar agradecidos cómo muchas personas se sacrifican admirablemente por los demás, es decir, asumen sufrimientos y riesgos, incluso mortales, para amar sirviendo a los demás. Precisamente el sufrimiento con sentido se llama sacrificio. Eso no significa quererlo en sí o buscarlo, sino la voluntad libre de asumirlo para procurar el bien de las personas que amamos. Así somos los humanos: tanta ternura y tanto dolor. Las posibilidades humanas de bondad son inauditas, mayores incluso que las de maldad.

Y podremos, entonces, hacernos de nuevo la pregunta: ¿y dónde está Dios? Alguien podría denunciar su ausencia. O a lo mejor tendríamos que tomar conciencia de nuestra ceguera y sordera para seguir descubriendo las huellas de Dios entre nosotros. La Semana Santa pone de nuevo en las calles la expresión del amor más grande para proclamar una vez más que no hay amor más grande que dar la vida por los amigos (Jn 15, 13). Dios, “misterio sobrecogedor y acogedor”, está siempre muy cerca y muy lejos: lo tendremos siempre y se nos escapará siempre. Afirmar a Dios no significa que no haya desgracia, sino que podemos convertir la desgracia en gracia.

Cristo nos enseña que la vida vence a la muerte: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado» (Lc 24, 5-6). Por eso, ahora más que nunca necesitamos retomar esta esperanza, la que la Semana Santa pone en la vida y en las calles, en las celebraciones y en los corazones de los que durante estos días contemplaremos, adoraremos y proclamaremos de nuevo que aquel Nazareno, al que vimos azotado y crucificado, ha resucitado, y no está entre los muertos el que vive.

Jesús, una vez más –entre miradas curiosas, miradas emocionadas, miradas creyentes o incrédulas– toma su cruz y recorre las rúas y plazas de calladas piedras, trazando un nuevo via crucis entre aceras y murmullos pétreos en el que cada uno podríamos ser el guion vivo y nuevo de los personajes de la pasión: ¿podremos ser alguno de los discípulos asustados que huyeron en el huerto? ¿O un Pedro acobardado y temeroso tras el canto del gallo? ¿Un Cireneo que arrima el hombro sin importarle el quién? ¿Una madre con el corazón roto al pie de la cruz? ¿Una Magdalena desgarrada en su amor incondicional al Maestro? ¿O un Pilato que se lava las manos en el agua de la indiferencia? ¿Tal vez alguno de la multitud que grita, ciega por la mentira, crucifícalo? ¿O un Judas traidor y desesperado por unos pobres 30 monedas? ¿o simplemente curiosos espectadores de lo que acontece, sin afán de implicarse ni de complicarse?

Una vez más la Cruz nos cuestiona como lugar del cansancio y de cierta rendición. De una quietud callada. Hay muchos espacios en nuestro mundo que se asemejan a este. Muchos lugares donde parece que se palpa la derrota. Pues bien, esa Cruz, en la que parece que la vida es derrotada, es hoy icono de esperanza para todas esas realidades vencidas y atravesadas, que siguen esperando a ser desclavadas. Es tiempo de mover las losas. Es tiempo de que vuelva la vida; es tiempo de que el silencio dé paso a nuevas palabras, murmullos, gritos y sonrisas; de que la quietud se transforme en baile; y el frío se trastoque en la calidez del ser que vibra, late y ama.

La Semana Santa es camino de Cruz que muda en Vida y nos recuerda que tras nuestro tiempo viene la eternidad; tras nuestra historia, la plenitud. Y, por eso, es una llamada para caminar sin miedos con aquellos que compartan el empeño de construir un mundo verdaderamente más humano y justo. No se trata de ponerse contra nadie, sino, como diría Blas de Otero, “poner al hombre en pie” para abrirlo a la trascendencia y a la fraternidad, y no a cualquiera, sino a lo que mudó en silencio puesta en pie en una Cruz que sigue siendo, ¡oh paradoja!, camino hacia la Vida.

Es osado hablar de Deus, pero al mismo tiempo no podemos callar acerca de él, sin olvidar que “no se puede dar culto a Dios sin velar por el hombre su hijo y no se sirve al hombre sin preguntarse por quién es su Padre y responderle a la pregunta por él”, dijo Benedicto XVI en su viaje a Santiago de Compostela en noviembre 2010.