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romería. Miles de personas abarrotaron el recinto de las Torres del Oeste en una de las ediciones más multitudinarias // Volaron dos mil kilos de mejillones y doce barriles de tinto que se podían degustar al comprar la taza de un euro TEXTO Suso Souto

Después de tres años de paz, los vikingos reconquistaron Catoira

Mira que no habré visto yo invasiones. Pero, como ésta, no hay. Y mira que es previsible, porque llegan incluso con previo aviso y puntualidad británica. Lo que ocurre es que lo verdaderamente apasionante de la Romería Vikinga de Catoira es su intrahistoria. O, si ustedes lo prefieren, sus intrahistorias. Lo que se escucha. Lo que se ve. Lo que se huele. Lo que se siente. Lo que se ríe.

Después de tres años de paz, en Catoira esperaban este domingo a los vikingos con los brazos abiertos. Lo sabían. Y se hicieron de rogar. A las doce y media, tres drakkars descendían por el Ulla. Ojo: ya no llegan amenazando, sino saludando. Y pasaron de largo.

Alardeando de velas, dieron vuelta y retrocedieron para volver a pasar desafiantes ante el público. Y así dos o tres veces.

“¡Aquí! ¡Es aquí!”, les gritó alguien. “Eles teñen orden de atracar á unha, señora”, le explicaron.

Efectivamente: estaban haciendo tiempo.

Mientras, a los pies de las Torres del Oeste miles de personas presenciaban las espectaculares exhibiciones en las que vikingos residentes (sí: en Catoira ya hay vikingos nativos) eruptaban fuego, danzaban, luchaban y hacían malabarismos sobre zancos. “Ya es difícil bailar con tacones, pero sobre zancos, eso ya es para nota”, dijo con sorna una joven.

La gente se lo pasó bárbaro.

Cierto que hay anacronismos que no todo el mundo entiende. Cierto que la estética vikinga admite innovaciones. Pero lo de pintarse la raya del ojo, hay quien lo ve innecesario. Hubo quien acuñó el término “marikingo”. Es lo que tiene poner la oreja: que se escuchan cosas. “Abuelo: este vikingo ya viene mamado de casa”, comentó un niño. “Pois así, que carallo vai invadir?”, apostilló él.

La espera fue muy sabrosa. La organización repartió gratis (sólo era requisito comprar la taza que costaba un euro) más de dos mil kilos de mejillones y una docena de barriles de vino tinto de sesenta litros cada uno.

Y, como listos de más siempre suele haber más de uno, quienes se trajeron la taza de casa sólo tenían derecho a llenarla de vino una vez.

BOLO PREÑADO DE CHOURIZO. Junto al pulpo y el churrasco, el protagonismo gastronómico en esta fiesta es siempre para el bolo preñado de chourizo, un producto que María José Suárez y su familia llevan vendiendo en esta romería desde hace décadas. De hecho, ya lo hacían cuando su hijo Imanol era pequeño; ahora tiene 32 años y no para de despachar junto a su madre los bocatas que elaboran en la panadería Panmillo de la parroquia rianxeira de Araño.

“¿en qué kilómetro?”. El puente de Catoira es un privilegiado balcón para disfrutar del desembarco con panorámica. Y la sombra que proyecta en el recinto es de lo más agradecido. También es una referencia para quedar con alguien en tan multitudinaria cita. “¿Debajo del puente? Nos ha joío mayo. ¿En qué kilómetro?”, preguntaba alguien hablando por el móvil.

Quien más y quien menos puso los cuernos este domingo en Catoira. Y claro: surgen las bromas. “Pues yo te veo igual que siempre”; “vete al cuerno”; “me importa un cuerno”... El que se hinchó a colocar cornamentas fue Anteo Cubas, el artesano de Foz que los vendía a precios que oscilaban entre 20 y 40 euros, dependiendo del diseño.

Pero, si hay algo que un vikingo valora sobremanera a la hora de comprarse unos cuernos es... su capacidad. Más de uno se puso de vino hasta los cuernos. Literalmente.

Cuando las hordas vikingas desembarcaron a los pies de las Torres del Oeste (jaleadas por la multitud y, hay que decirlo, ante la mirada impasible de los agentes de la Guardia Civil, que no hicieron nada por evitar la invasión), los teléfonos móviles se levantaron hacia el cielo de Catoira buscando las mejores imágenes.

“¡oiga! ¡a mí no me grite!”. Gritando y rugiendo, espada y maza en alto, se fueron abriendo paso al grito de “¡Úrsula!”.

“¡Oiga! ¡A mí no me grite, eh!”, bromeó una turista. “Apártese, señora, que temos que atacar”, le dijo educadamente un invasor.

A más de un vikingo la fama ya se le ha subido a la cabeza: mucho selfie y mucho posado. Pero claro: bien pensado, después de 62 años invadiendo Catoira cada primer domingo de agosto y ostentando el título de Fiesta de Interés Turístico Internacional desde hace dos décadas, es para presumir.

delegribeira@elcorreogallego.es

08 ago 2022 / 01:00
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