Crítica

Crítica de 'Elizabeth Finch', de Julian Barnes: el esbozo permanente

La última novela del británico es una obra imperfecta con un cautivador inicio y la sensación final de obra inacabada

Julian Barnes.

Julian Barnes.

Mauricio Bernal

Empieza deliciosamente, Elizabeth Finch, pues empieza con el esbozo de un personaje cautivador y misterioso, una de esas oberturas que ponen al lector en estado de máxima alerta -porque, quién sabe, este puede ser un Barnes de los grandes, piensa-. ¿Quién es Elizabeth Finch? ¿Esa es la pregunta? Si es esa, Julian Barnes (Leicester, Reino Unido, 1946) empieza su más reciente libro empezando a responderla, y las palabras no están elegidas al azar: empezando a responderla.

EF, aprendemos, es profesora, fuma mucho, tiene una voz clara y serena e intelectualmente es granítica: libre y dueña de sus ideas. "Como regla general, cuidado con aquello a lo que aspire la mayoría", dice al principio del libro. Por descontado, Barnes nos seduce con su esbozo.

Sabemos que estamos ante una novela de personaje, y que el personaje, al parecer, se asienta sobre cimientos sólidos. Pero no. Esa (¿quién es Elizabeth Finch?) no es la pregunta.

Uno de los grandes héroes de EF -el más grande, acaso- es Juliano el Apóstata, el último emperador pagano: el que con su derrota, pregona nuestra heroína en clase, marcó el lamentable giro de Europa hacia el gris, culpable y retrógrado cristianismo.

Pues bien, lo que ocurre es que a partir de cierto punto empezamos a comprender que en Elizabeth Finch no es menos protagonista el Apóstata que la propia Finch. ¿Es la historia del emperador virtuoso un espejo donde debemos ver reflejada su historia? Empezamos a creer que sí. Empezamos a creer, empezamos a comprender: de nuevo, el verbo no está elegido al azar.

Terreno pantanoso

Ya no es sólido el terreno, es pantanoso, y crea el extraño efecto de permanente inicio, o de permanente esbozo. Se sugiere, siempre se sugiere. Juega Barnes con la ambigüedad. Nos gusta EF pero nunca acabamos de conocerla, nos gusta el Apóstata pero no acabamos de situarlo en el edificio de la novela, más allá de que es el favorito de la protagonista. Y así, la obra nos empieza a generar incomodidad. Lo que no está bien resuelto genera incomodidad.

Quizá era la intención de Barnes, y cuesta dudar de ello habida cuenta de su experiencia. Pero que fuera su intención no significa nada. Hay algo irresuelto en Elizabeth Finch, o mejor, la sensación de algo irresuelto, y es una lástima, porque la novela tiene grandes aciertos, como la elección del narrador, Neil, un alumno de su clase de Cultura y civilización que cae platónicamente enamorado de ella.

La relación que construyen, en torno a una cita para comer que se repite durante décadas, siempre a la misma hora y siempre en el mismo restaurante, el cultivo de ese amor preñado de admiración, la prolongación de la relación maestra / alumno hacia el territorio personal, todo eso está admirablemente construido, con la sensibilidad que requiere un material tan delicado.

También es subyugante la búsqueda que emprende Neil tras la muerte de su amiga, porque es la exploración de la que un hombre enamorado espera extraer los secretos que le fueron hurtados en su día: una búsqueda sentida, en la que cada hallazgo es envuelto en paño y celosamente guardado en un cajón. 

Ya estamos grandecitos como para esperar ansiosamente finales cerrados, que todo encaje y que todos los hilos se junten en una vibrante última página. No se trata de eso. Pero la sensación de inacabada no le hace bien a esta novela. Más bien, parece imperfecta.

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Julian Barnes

Traducción de Inga Pellisa

Anagrama

200 páginas

18,90 euros