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La república del portero: derrocar la dictadura del gol

LOS OJOS de Camus se prenden de sueños cuando el 14 de abril de 1931. España proclama su segundo intento por convertirse en una “res pública” que abrace a toda la ciudadanía. Anhela una transformación social en el sur de Europa que extienda su sombra hasta el norte de África. Hasta Argelia.

Su compromiso, solidaridad y fidelidad con un pueblo que supo hacer suyo a lo largo de su vida y obra lo hacen merecedor de la Encomienda de la Orden de la Liberación de la República. Lo recibe con genuina humildad: “Nada hice que justifique el galardón con que me honran. Cumplí con mi deber y en esta conducta persistiré siempre”.

Al tiempo que la Segunda República esperanza a un Camus de 17 años, otra ilusión se quiebra. Una tuberculosis pulmonar grave lo aparta de los terrenos de juego.

Lo de Camus y el fútbol, al igual que lo de la república, es una historia de amor. Acaba en la portería por accidente, como muchos otros. Las cuatro horas diarias que Camus dedica al fútbol en el colegio destrozan las suelas de sus alpargatas. Su abuela materna, natural de Menorca y culpable también de su amor por España, le prohíbe jugar. La maltrecha economía familiar no alcanza para zapatos. Es un delantero excelente pero se reinventa. En la portería puede cumplir sus fantasías sin ser reprendido. Dice que pronto aprendió a que el balón nunca viene por donde uno espera y que eso le ayudó mucho en la vida. Pero sobre todo dice que todo lo que sabe con mayor certeza de la moral y de las obligaciones de los hombres se lo debe al deporte.

Todos los 14 de abril son de Camus, porque ayer, además de ser el Día de la República se celebró el Día Internacional del Portero.

Camus era republicano y era portero. Y puede que no exista nada más republicano que ser portero. Atentar contra la tiranía del delantero. Derrocar la dictadura del gol.

Ser portero no es una profesión, ni una afición, ni siquiera una posición en el campo. Ser portero es un modo de afrontar la vida, una filosofía, una doctrina con sus dogmas y sus ritos.

Los porteros nos alejamos del ruido para, con dos postes y un travesaño, construir una guarida en la que versar soliloquios de clausura. Nos une la insania de quien maquina en silencio, frío y cauto, para, llegado el momento, proferir un grito que acalle el bullicio más atronador. Los porteros somos mansos y flemáticos, pero también indomables y viscerales.

Solitarios pero inherentes. Sobrios pero extravagantes. Impetuosos pero meditabundos. Calmos pero atrevidos. Serenos pero convenientemente violentos. Humildes pero necesariamente arrogantes.

Alguien escribió que en los últimos días tristes de Camus y su entuerto con Sartre, “si no hubiera estado enfermo, habría vuelto a jugar a fútbol sólo por olvidar”.

No le falta razón. La portería es ese lugar en el que se olvidas todo lo que hay fuera del campo para controlar todo lo que hay dentro. Una puerta que conduce a la única realidad domable. Dejar tu casilla a cero.

Ser portero es magia, aunque en ocasiones me olvide de ello.

15 abr 2021 / 01:00
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