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OBRADOIRO CAB: 50 AÑOS DE UN CLUB ESPECIAL (18) El coruñés es un icono del obradoirismo, defendió durante ocho temporadas la camiseta de la entidad y ocupa un puesto de honor en el podio de los máximos anotadores // Clave en el ascenso de Mataró, campeón de España de Segunda División, su juego, su reverso y su carácter son estampas inolvidables en la historia del Obra TEXTO Cristina Guillén

Mario Iglesias: héroe y leyenda

En la historia del Obradoiro CAB no sobra nadie. Ni los fundadores, por su valentía, ni los directivos, por sus innumerables sacrificios, ni los jugadores, por su esfuerzo y su ejemplo, ni los aficionados, el motor para que cada paso del camino tuviese su razón de ser. Todos han sido esenciales para llegar a los 50 años de vida, pero cuando toca repasar los nombres de aquellos que han calado más en el obradoirismo, sin duda, el de Mario Iglesias (A Coruña, 1960) es de los indispensables. Con el coruñés de infinitas piernas, melena ye-yé y sonrisa pícara explotó el fenómeno fan en el baloncesto compostelano. Para muchos siempre será ese chico de talento infinito y cualidades excepcionales, pero es el paso de los años, el poso de una vida no siempre sencilla pero forjada a base de alegrías y decepciones, la que encierra lecciones que no se deberían pasar por alto.

Fue uno de los jugadores que más veces ha vestido la camiseta del Obra, lo hizo además en ocho temporadas diferentes, y si las estadísticas tuviesen el rigor de hoy en día, también destacaría en el podio de los máximos anotadores del club santiagués. Pero el legado de Mario no queda confinado a la pista -aunque sus números, sus récords de anotación, sus movimientos y su juego siempre despertarán admiración-, sino a lo que todo ídolo debe esperar cuando esos focos se apagan.

Feliz ahora con su etapa de estabilidad, con ese mimo y respeto que aún sigue recibiendo de quien nunca le olvida, “el primer negro que jugó en el Obra” como siempre le etiqueta su adorado Tonecho continúa hablando con cariño de sus años en Santiago, de sus amigos, de una ciudad que aún siente como parte de él.

“Fue Pepe Casal la primera persona que habla conmigo para que venga al Obradoiro porque junto a Carlos Calvo eran quienes llevaban todo el cotarro”, comienza su repaso a toda una vida en el Obra. “Había estado con él en la selección juvenil, era el preparador físico, pero además también me conocía porque Aíto (García Reneses) era mi entrenador en el Cotonificio y ellos era muy amigos. Se puso en contacto con mis padres para fichar pero si te digo la verdad, no sé muy bien por qué al final elijo Santiago”, sonríe Mario al recordar su llegada a Compostela en la temporada 1977/78 con el equipo en Segunda División. “Cuando llegué vi a todos aquellos chavalotes con pelos en las piernas cuando yo no tenía ni barba y me asusté un poco, pero comencé a entrenar y a meterme en la rutina. Eduardo Echarri fue el primero que me apadrinó, porque vivíamos los dos en la Pensión de La Perla, a la entrada del Franco que ahora ya no existe. La pena es que no se me hubiese pegado algo de lo que consiguió él que era un gran estudiante”, continúa.

“Yo era un yogurín pero me fui integrando, la gente me trató muy bien desde el principio y en la pista encontré un gran mentor y maestro en Antonio López Cid. Cuando llegué al Obradoiro solo sabía saltar pero él fue quien me enseñó los movimientos y la técnica”, insiste con cariño. También de esa relación entre compañeros nació el famoso reverso “aún inimitable”, según muchos, de Mario. “Me lo enseñó Antonio pero él lo hacía a cámara lenta (se carcajea). Como yo pesaba 72 kilos y tenía las patas muy largas y el centro de gravedad muy abajo lo hacía más rápido, pero la técnica me la enseñó él”, afirma al tiempo que detalla: “Yo venía de jugar en el patio del colegio, tenía buenas condiciones pero las fintas y todo eso, menos las asistencias que él daba muchas y yo pocas, me las enseñó él. Antonio se ponía en la bombilla y la mitad de los puntos me los daba desde ahí. De eso es de lo que más me acuerdo del primer año”. Un primer curso en Compostela que acaba tristemente con el descenso a la categoría de bronce.

Pero no olvida el herculino las señas de identidad de aquel Obra: “Éramos un equipo de carácter. Físicamente estábamos muy bien preparados porque teníamos a dos gurús del atletismo como Carlos Calvo y Pepe Casal y éramos unas bestias. El apoyo de la gente cuando jugábamos en casa y el coraje cuando lo hacíamos fuera, así éramos. No había ningún súper, súper, maravilloso jugador, éramos una piña y jugábamos como un equipo y eso nos definía”.

Buenos tiempos. No tardó Mario Iglesias en convertirse en imprescindible, en ídolo, en el icono de una entidad con aires de grandeza pero limitada por la cruda realidad de una economía de subsistencia. La comunión afición-plantilla, la convivencia y camaradería de los jugadores dentro y fuera del vestuario les convirtió en referencia de una sociedad como la compostelana que vivía una etapa dulce merced a la recién estrenada democracia y al empuje de una Universidad en pleno apogeo. “Luego apareció Julio Bernárdez y ya nos hicimos uña y carne y todo se fue haciendo cada vez más entrañable. La gente te saludaba por la calle... En un sitio que no sea Santiago y en esa época no se podía dar porque era una ciudad-pueblo, éramos todos conocidos... Yo venía de un colegio de curas y encontrarme con todo eso y encima a un amigo como Juliño fue genial”, insiste sin olvidarse de citar locales de tantos encuentros como A Cova da Vella, el Modus Vivendi... “Si ganabas y salías no pasada nada, pero si perdías enseguida te reñía la gente”, se ríe.

Desde el descenso en el curso de su debut, el coruñés disfruta de un primer ascenso administrativo (por renuncia del Mollet) a 1.ª B en la campaña 79/80 hasta que dos años después llega el gran hito con el salto a la elite (81/82). Entre una etapa de ida y vuelta también levantaría después (1984/85) el Campeonato de España de Segunda División.

Y junto a los laureles y los aplausos... el día a día, la convivencia con la lacra de los impagos y las duras condiciones de entrenamiento en el viejo Sar. “Le íbamos a dar el coñazo al presidente Carlos Calvo y esperábamos, pero nos encantaba lo que hacíamos, estábamos en un sitio como Santiago y a mí por lo menos me alucinaba el baloncesto. Si no nos pagaban ya lo harían. No éramos profesionales. Yo empecé a cotizar cuando dejé de jugar al baloncesto, pero tampoco nos moríamos de hambre y teníamos el restaurante de Serafín que nos daba de comer, a Sebi que nos arreglaba los coches, a Antonio Millán que se preocupaba por que tuviéramos un duro en el bolsillo y no eran tiempos de andar con amenazas de denuncia”, reflexiona antes de aseverar: “Eso sí, en la pista, pasara lo que pasara, lo dejábamos todo”.

Dos despedidas. Porque curiosamente lo que aparta a Mario del Obra no fue el aspecto económico, sino sus rodillas. Sobrado de talento, con una extraordinaria capacidad de salto -un metro en vertical- con sus apenas 192 centímetros de altura y movimientos hasta ese momento nunca vistos en el baloncesto compostelano, el coruñés renuncia por primera vez a seguir en el club cuando más tocaba disfrutar.

“Cuando ascendimos en Santiago yo me fui al Bosco de A Coruña porque con Todor Lazic no podría aguantar ese ritmo de entrenamientos y tampoco tenía por qué enfrentarme a los compañeros si veían que yo estaba sentado en el banquillo mientras ellos estaban entrenando”, se sincera. “Igual fue una decisión errónea, pero la tomé por el volumen de trabajo que exigía la ACB. No sé si fui consciente o inconsciente protegiendo mis rodillas, pero no me veía 5 o 6 horas trabajando cada día porque estaba limitado”, apostilla.

El blog Obrapedia relata su segundo adiós, tras una contundente derrota en Andorra (118-88) el 22 de mayo de 1988 en el play-out por la permanencia en Primera B, tras una temporada irregular, llena de problemas deportivos y extradeportivos.

Su retirada definitiva del básquet fue en el 93, tras lograr con el Bosco el cuarto ascenso de su carrera.

TONECHO, ESSIE HOLLIS Y JULIÑO

EL MEJOR ‘RIVAL’ “Essie Hollis fue el mejor jugador contra el que me enfrenté. Fue lo mejor que hubo nunca en Europa salvando las distancias porque ahora el baloncesto es más físico y otras muchas cosas. Pero yo no vi a nadie como él... en Europa. No hablo de Michael que es el dios”, aclara.

AQUELLOS VIAJES ETERNOS EN AUTOBÚS “Eso da para tres capítulos. Lo que más ‘heavy’ recuerdo son los viajes a Asturias, que entonces no había autovías ni nada, y nos llevaba un hombre que se llamaba Cereijo que conducía con su mujer y cuando veníamos de vuelta por aquellas curvas, para no reducir, apagaba las luces, ¡lo juro! Era la leche. Los viajes eran de 14 o 15 horas con lo que había tiempo para congeniar, jugar a las cartas, para hacer chascarrillos y ahí Juane era el máquina. Cogía el micrófono y a risas hasta que llegábamos al destino. Imitaba a todo dios”, se ríe aún casi 40 años después.

DE AMIGO A ENTRENADOR “Juliño (Bernárdez)... ahí... (medita) Fue una decisión muy valiente por su parte pero ¡uf! Fue muy difícil. Yo de entrenador no me imagino porque no me veo aguantando los temas personales de doce personas distintas que quieren jugar. Lo veo complicadísimo para mi forma de ser. Entonces cuando llegó Juliño por el puesto que llegó a tener tenía que prescindir de muchas cosas con gente muy amiga y la relación se enfrió un poquillo. De ser dos de la tropa, a ser él el general. Pero seguimos siendo hermanos”, enfatiza con orgullo.

TONECHO “Es el tío más grande del mundo. No hay tío más grande que él en ningún sitio, es un diez en todo y mira que conocí a gente a lo largo de mi vida, pero como él no conocí nunca a nadie”, subraya.

LOS RECUERDOS “Será que me estoy haciendo viejo pero me encanta. Tengo 5 cajas de recortes que guardó mi padre durante toda su vida y hasta que hace 3 o 4 años me dijo Tonecho que los volviese a ver, llevaba 15 años sin abrirlas. No quería nada con el baloncesto porque estaba como resentido porque tengo las rodillas chungas... por lo que sea. En el wasap de los veteranos estuve mandando fotos y fotos y ya ahora los ordené y de vez en cuando las repaso porque me da autoestima y buen rollo. Mi padre guardaba todo, estaba orgulloso”, confiesa.

“La clave del Obra siempre fue el carácter, el coraje y la piña”

Cuando se le pregunta a Mario qué imagen se le viene primero a la cabeza cuando se menciona la palabra Obradoiro responde sin pensar: “la afición”. “Nunca me olvidaré de cuando bajamos del aeropuerto a Santiago tras el ascenso en Mataró. Como si fuésemos el Papa, estaba toda la carretera llena de gente a los lados aplaudiendo y gritando... la caravana como cuando se gana la Champions (se ríe). Yo estaba en una nube y no me enteraba de nada.

Habíamos viajado en avión y como a mí me daba pánico, entre el acojone del viaje y la emoción estaba en una nube”, recuerda.

En ese partido épico que supuso un antes y un después para el deporte compostelano, la dupla José Antonio Gil (28 puntos) y Mario Iglesias (25) acaparó 53 de los 89 puntos del Obra en una excepcional y sufrida remontada que nadie olvidará. Pero el coruñés insiste en repartir medallas y méritos. “El equipo fue el que jugó, unos cogen rebotes, otros defienden, ahí ganábamos todo el equipo, con dos cojones en Mataró después de ir perdiendo de 12 en la primera parte. Todos unidos. El baloncesto es un juego de 5 personas, no de uno. Estamos acostumbrándonos a la NBA pero el trabajo que hace un tío que mete 60 puntos no lo puede hacer si no tiene compañeros que le ayudan”, replica con vehemencia y añade: “El truco del Obradoiro siempre fue el carácter, el coraje y la piña”.

¿Y eso se entrenaba? “No se cómo surgía, porque las condiciones no eran buenas, el pabellón era friísimo, había días que no se podía entrenar porque había goteras, no había facilidades. El Inmobanco, el Cajamadrid, equipos de nuestra liga trabajaban con otros medios... nosotros éramos los cheíñas e igual eso nos unió más o nos hizo acreedores de ese carácter”.

Y es que Mario, pese a sus rebeldías internas, asume que la mejor lección que puede transmitir aún hoy es la fuerza del bloque... “porque eran tan importantes Manolo Vidal para coger rebotes, o Echarri para frenar el mejor del otro equipo, o Calvelo que un tío que mete 30 puntos”. “Nunca olvidaré la importancia que tuvo Añón, el fisioterapeuta, por lo menos para mí, porque fue el tío que más masajes que me dio en las rodillas del mundo y siempre con cariño. Para mí eso fue crucial porque si no a lo mejor no podría haber jugado. Me acuerdo de Collins, de Schultz, de toda aquella gente, del presi...”, se emociona.

Una primera operación con tan solo 16 años... y un hándicap toda la vida

Mario Iglesias nació para jugar al baloncesto, por condiciones físicas, por talento, por hambre y por carácter, pero la que hoy en día seguro que sería una trayectoria brillante, en su caso se truncó demasiado pronto, lastrada por una primera operación de rodilla, con apenas 16 años, que condicionó toda su carrera deportiva.

Porque el herculino no tardó en sorprender a figuras como Aíto García Reneses, quien tras la participación del equipo de su colegio, el Santa María del Mar, en un Campeonato de España lo captó para el ilustre Cotonificio de Badalona. Ahí arranca su calvario. Su lesión, conocida como rodilla del saltador, está provocada por un tendón rotuliano demasiado largo con el añadido de que su apoyo con el pie es inestable -solo lo hace en dos puntos- y los cuádriceps están poco fortalecidos. Hoy se solucionaría con unas plantillas, pero en los 70 se topó en Cataluña con un médico que optó por medidas más radicales. “No debería haberme operado porque a raíz de ahí vino todo. En aquella época no había fisioterapia ni nada y la solución por la que optó el que me operó la primera vez fue cortarme el rotuliano en cinco trozos longitudinalmente para que circulara la sangre por ahí, ¡Menuda chorrada! Era el año 76 y de rehabilitación nada. Un saco de arroz en el tobillo y tumbado en la cama subiendo y bajando la pierna. Solo estaba trabajando el recto anterior y al mes ya a entrenar a una pista dura, por lo que llegaba sin musculatura en la pierna y se iba fastidiando la rodilla”, detalla.

“Las zapatillas que se llevan ahora por la calle, las Converse, son con las que jugábamos y la pista era de cemento. Ahora hay fisioterapeutas, masajistas, se juega en pistas blandas, las zapatillas ya ni te digo... Todo eso nos afectó”, medita.

Hasta doce veces ha pasado Mario ya por el quirófano y asegura que en todos sus entrenamientos y partidos ha convivido con el dolor. Las secuelas físicas, como en la mayoría de los compañeros de pista de aquellos años, todavía son visibles hoy. Pero también como a todos ellos, le pueden más las ganas de seguir adelante, de sobreponerse cada día, su fortaleza, antes de demostrar el más mínimo síntoma de debilidad.

27 may 2021 / 01:00
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