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Nadal es de todos

    EN EL ÚLTIMO punto del primer juego del segundo set del partido de cuarta ronda de Roland Garros 2005, un Rafa Nadal de 19 años ejecutaba un drive a la línea que rompía el servicio de Sebastian Grosjean, aunque el francés reclamase airadamente que la bola había botado fuera. Su ira recalcitrante no fue suficiente para que el silla, Damian Steiner, bajase de su púlpito a comprobar el bote. El arrebato de Grosjean hizo que el juez de árbitros acudiese a la pista central para calmar los ánimos. Ya era demasiado tarde. Las protestas que se extendieron durante más de diez minutos, enardecieron a las 15.000 almas que abarrotaban la Philippe-Chatrier para abuchear a Rafa con saña y criticar las decisiones de Steiner con obstinación.

    Nadal, descolocado, cedió el set. Sería una de las tres únicas mangas que perdería en todo el torneo. Lo que ocurrió en 2005 se convirtió en rutina: las esperanzas del tenis francés naufragaban, su público abroncaba a Nadal y éste se llevaba una nueva Copa de los Mosqueteros a su museo de Mallorca.

    No fueron pocas las veces que el público de París fue desmesuradamente grosero con Nadal. Entre los recuerdos más lamentables se encuentra su primera derrota en el Bois de Boulogne contra un rival también arisco como Soderling o los enrevesados comienzos contra Isner o Brands.

    Ninguno de ellos era un deportista local. La máxima aspiración del auditorio galo siempre fue la derrota de Nadal y, por no saber apreciar la calidad que se desplegaba en cada revés o en cada dejada, el karma acabó privando a los mismos aficionados que silbaban, de poder asistir a una de las mayores gestas deportivas.

    La victoria de Nadal sobre Djokovic para sumar su décimo tercer Roland Garros y su vigésimo major solo fue seguida en la Chatrier por un millar de personas.

    Probablemente, la incompatibilidad de Nadal y del público francés venga del mismo sitio de donde nacieron las disputas sobre los dominios de Italia, la Guerra franco-española o la Batalla de Bailén. Pero no dejan de ser odios perpetuados irracionalmente al proyectarse sobre el lugar de nacimiento de uno u otro.

    Porque sí, Nadal es español, pero de todo lo que es, seguramente sea lo menos importante. Como Roger es suizo, Novak es serbio y otros son de la Borgoña o de la Bretaña. Nadal es español y probablemente el mejor tenista masculino de toda la historia. Buscar causalidad en el primer fundamento y consecuencia en el segundo para un uso fanático es un disparate tan mayúsculo como su palmarés.

    Es indiferente de dónde sea Rafael Nadal. Porque su tenis trasciende a España, a Francia, al 12 de octubre y al 14 de julio. Por ser todas ellas fechas demasiado sangrientas, con excesivas decapitaciones y porque incluso “la efeméride histórica en la que España inicia un período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos” se debe a un señor de discutida reputación del que no se sabe a ciencia cierta si es genovés, luso o de Poio. Y ese debate también debería ser baladí. Porque el ser de allí o el ser de aquí no debe generar más división.

    Cualquier exaltación de lo que se encuentra dentro de las fronteras en las que vivimos no hace más que fortificarlas. Y, del mismo modo, cualquier adjetivo a lo de Nadal se queda corto. No cabe ninguna duda de que los peligros que encierra lo primero deben ser tenidos en cuenta ante la nimiedad de lo segundo. Porque según Valdano o Sachi, “el deporte es la cosa más importante de las cosas menos importantes”, y dentro de las cosas menos importantes, la de Nadal es una de las mayores gestas.

    15 oct 2020 / 01:00
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