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Alicia en el país de las mascarillas

En la vida de los seres humanos es fundamental ver y valorar los acontecimientos a través del espejo de la realidad como la conocemos de manera objetiva, no como nos gustaría o convendría que fuese.

En la actualidad, casi todos los sistemas políticos del mundo están constituidos en estados de derecho: sean o no formalmente democráticos, se rigen por leyes que adoptan mediante procedimientos reglados y cuya aplicación es general e igual para todos los ciudadanos; esto es, no cabe ningún tipo de excepción.

Así ocurre, al contrario de lo que la gente cree y muchos actores políticos, jurídicos y mediáticos promueven, en el Reino de España; en el cual «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64 [...]» (art. 56.3 de la Constitución española de 1978).

Quiere esto decir que la figura del monarca reinante solo es «inviolable» en lo que a sus actos políticos se refiere, ya que de todos ellos quienes responden son aquellos que los refrendan tal y como disponen, con meridiana transparencia e imposibilidad de cualquier otra interpretación, que sería ajena al espíritu de nuestra Carta Magna, los artículos 56 y 64 de la Constitución (Art. 64.2 CE: «De los actos [POLÍTICOS] del Rey son responsables las personas que los refrendan»).

Por consiguiente; si el rey de España, jefe de estado hereditario, conduciendo su automóvil particular provoca un accidente de tráfico y ocasiona daños y perjuicios a terceros, como persona física que es, será civilmente responsable de los mismos. Y si mata, pongamos por caso, a la reina consorte, habrá de asumir la responsabilidad penal y cumplir la condena que semejante delito conlleva.

Traigo a colación esta eventualidad porque algo similar está ocurriendo en lo que a la utilización obligatoria de mascarillas se refiere, regulada en el «Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19», que fue convalidado por el Pleno del Congreso de los Diputados el día 25 de ese mismo mes y que se está tramitando como Proyecto de Ley por el procedimiento de urgencia con el fin de que se le puedan incorporar enmiendas.

El artículo 6.1a del referido Decreto-ley determina el empleo forzoso de mascarilla por parte de los ciudadanos mayores de seis años: «En la vía pública, en espacios al aire libre y en cualquier espacio cerrado de uso público o que se encuentre abierto al público, siempre que no resulte posible garantizar el mantenimiento de una distancia de seguridad interpersonal de, al menos, 1,5 metros».

El texto es claro y diáfano: en los lugares cerrados de uso público (farmacias, comercios, supermercados, fruterías, panaderías, gimnasios, cines, teatros, etcétera) no es obligatorio la utilización de mascarilla cuando aquellos que se encuentren en su interior se mantengan a una distancia, como mínimo, de 1,5 metros.

No obstante, una parte relevante de los propietarios y de los trabajadores de esta clase de negocios (e incluso algunos usuarios) pretenden estar por encima del ordenamiento jurídico, autoerigiéndose en legisladores ad hoc, al imponer a los clientes su percepción subjetiva de la realidad impidiéndoles entrar en su establecimiento si no portan el consabido tapaboca; aun cuando no haya nadie dentro de él o, habiéndolo, sea factible que todos los presentes se mantengan, en todo momento, separados más de un metro y medio.

Se trata, aún por encima, de trabajadores y propietarios, y usuarios, que quebrantan sistemáticamente (poniendo en riesgo su salud y la de la comunidad) la técnica aséptica requerida e ineludible en la lucha contra las enfermedades infecciosas transmisibles, toda vez que, llevando mascarilla, la manosean con frecuencia al quitársela y ponérsela en innumerables ocasiones durante la jornada laboral o al desplazarse por la vía pública y al realizar sus compras. Además, ignoran que el hecho de portarla no los exime de respetar la distancia social, que es la medida profiláctica en verdad efectiva (si el disparo de un revolver tiene un alcance de X metros, aunque le genere temor y temblor, un sujeto situado a X+0,5 metros de él no precisa chaleco antibalas para estar protegido), y conversan entre sí a menos de cincuenta centímetros, pese a disponer de espacio para hacerlo a más de ciento cincuenta.

Esta conducta incrementa la probabilidad de contaminación cruzada, mediada por la superficie externa de la barrera facial, entre personas y objetos; y de infección directa de mucosas oronasofaringeas y de la conjuntiva ocular. Ambos procesos pueden derivar en múltiples contagios por coronavirus debido a dos motivos: 1) Porque, por lo general, empleadores, empleados y clientes no utilizan mascarillas filtrantes y 2) A causa de la continua manipulación a la que las someten, unos y otros, mientras trabajan o realizan sus actividades cotidianas.

Asimismo, los efectivos del Cuerpo Nacional de Policía y de la Guardia Civil, los integrantes de las patrullas de las distintas policías municipales y los guardas de seguridad, ordenan e imponen, contraviniendo el mandato del legislador, portar máscara buconasal en cuales quiera espacios cerrados de uso público; con independencia de la distancia que guarden entre sí quienes en su interior se hallen.

Pero lo cierto es que ningún ciudadano tiene por qué renunciar a los derechos que le reconocen las leyes de su país; las cuales, en este supuesto en particular, se promulgaron considerando múltiples y rigurosos factores sanitarios, económicos y sociales.

Las personas convivimos con nuestros propios temores, unos culturales y otros individuales, que en ocasiones somos incapaces de enfrentar y contener. Por eso se dice que el miedo es libre.

Ahora bien, los seres humanos también lo somos.

¡Qué nadie lo olvide!

18 jul 2020 / 20:42
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