Santiago
+15° C
Actualizado
sábado, 10 febrero 2024
18:07
h

Deuda de gratitud. Una pequeña historia

Vi cómo la situación empeoraba cada día, porque era evidente. Pensé en irme a Bamian, callarme y vivir en el anonimato con mi familia, pero pronto me di cuenta de que tampoco íbamos a estar seguros en Bamian. Por eso decidí intentar conseguir pasaportes para mi madre y mis dos hermanos. Siempre tuve el apoyo de los profesores que hicieron posible que a mi retorno a Afganistán escribiese el libro que luego se publicaría en España en un gran grupo editorial que asumió el riesgo de hacerlo. Con su ayuda y tras superar el coronavirus, compramos un billete de avión desde Herat a Kabul. Tuve que ir en avión porque la carretera que une a estas dos ciudades solía estar plagada de bombas y controlada por los checkpoints talibanes. Allí conseguí pasaportes para mi familia, pero no sabía a dónde podrían ir.

Quizás lo peor que me ha pasado es ver la práctica imposibilidad de hacer comprender a la gente cómo la situación de mi país iba cada día a peor. Resulta increíble que casi nadie comprenda que lo que quieren los hazara es que no los maten. Ni siquiera los servicios de inteligencia occidentales parecían darse cuenta de eso. Por eso no pudieron prever el colapso de Afganistán y por eso dejaron abandonados allí a los que falsamente se creían seguros. Ante esta situación, me enfrenté a un dilema: ¿qué debo hacer, describir una situación que cada vez era más espeluznante? Si lo hacía se me podría reprochar que lo que quería ser era un contador de historias que solo quería darse a conocer para salir del país; ¿o quedarme allí y sufrir con todos los demás? Sabía que mucha gente no me iba a creer, pero a pesar de todo escribí una carta abierta, porque sabía que, aunque mi libro aún no había sido publicado - no lo fue hasta febrero de 2021-, el equipo editorial de EL CORREO GALLEGO y las personas que ya habían leído el manuscrito podrían comprenderme.

Así, semanas después de la publicación de mi carta en ese periódico estaba de nuevo en Kabul para intentar conseguir un visado de la Embajada de España. Mi caso era un poco peculiar , y por eso la embajada tardó en resolverlo, lo que hubiese sido casi imposible sin las orientaciones legales de Manuel Cruz y el personal del Ministerio de Asuntos Exteriores, que me aconsejó cuál de los caminos que ofrecía la ley era el mejor a seguir, no para lograr privilegios, sino derechos.

Mientras tanto, vivía en una pensión compartiendo habitación con otros estudiantes. Dos de ellos padecían bruxismo y por esa razón me resultaba muy difícil poder dormir. Uno de ellos me contó que, viniendo desde Bamian, los talibanes le habían dado el alto, los habían registrado y comprobado sus móviles. Me contó que los talibanes manejaban aplicaciones que permitían recuperar los mensajes borrados, para poder arrestar así a cualquier pasajero que tuviese alguna conexión con las fuerzas de seguridad (Ejército) afganas. Guardo muchos malos recuerdos de Kabul, el olor a podrido, la basura en las calles, y, de unos años a esta parte, los inmensos muros de hormigón que protegían las residencias y oficinas del gobierno y sus miembros. Pero si tuviese que escoger lo peor, sería el pavor que por las noches provocaba escuchar disparos provenientes de todos los lugares posibles. Y es que había muchos grupos de toda clase que tenían muchísimas armas de todo tipo procedentes de la época soviética y de la guerra civil.

Un día, cuando iba de camino a la Embajada de España, era entonces a comienzos de agosto, a presentar mi documentación, cuando pasaba por delante de la Green Zone (zona residencial) de Kabul y sus enormes muros, me dijo el taxista: “los talibanes acabarán por tomar el poder... las bombas son baratísimas. Puedes comprar dos artefactos explosivos por 5.000 afganís (50 euros) y luego pagarle a un niño 200 afganís (2 euros) para que los ponga debajo de los vehículos de las fuerzas de seguridad que tú le digas.” Otro pasajero del taxi le dijo al conductor: “nosotros los afganos hacemos cualquier cosa por dinero”. Y otro pasajero más asintió: “es verdad, ya habrás oído que los niños hacen saltar las torres del tendido eléctrico a cambio del dinero que les pagan los talibanes”.

Durante días esperaba y esperaba la respuesta de la embajada a mi solicitud de visado. Mi situación me hacía sentir como el marinero Ramón Sampedro y el filósofo judío alemán Walter Benjamin. Conocí la historia del primero de ellos por el film Mar adentro (2004), y la del filósofo por los libros de historia. Día tras día leía la descripción de Benjamin del Ángel de la Historia. Pero la verdad es que yo no era ninguno de los dos. No era ni un marinero gallego ni un gran filósofo alemán, sino un hazara desesperado que estaba tratando de escapar antes de que fuese demasiado tarde.

Por fin la Embajada de España me dio el visado. Ya era octubre. Me llamaron a última hora de la tarde para decirme que estaba listo, y me dijeron que tenía que hacer una PCR para poder viajar. El 24 de octubre un terrorista suicida atentó en Kawsar-e Danish contra un instituto situado en Dash-e Barchi, un área hazara de Kabul, en un lugar situado a un kilómetro de mi casa. Se ponía el sol en el momento en el que estallaba la bomba y acababa con la vida de 24 estudiantes que estaban preparando el examen de ingreso en la universidad. Al contemplar la lógica agitación en las callejuelas de Dash-e Barchi, sentí cómo la vida parecía irse apagando con el crepúsculo. Estaba claro que si quería seguir vivo me tenía que ir de Afganistán.

Llegué a España a finales de octubre de 2020, otra vez. Pronto me puse a estudiar mi máster y a escribir mis artículos semanales. Por supuesto mantuve un contacto constante con mi familia y les fui enviando todo el dinero que pude. Día tras día iba siguiendo la actualidad de Afganistán y comprobando cómo se precipitaba hacia el abismo. Al acabar el curso Inma me invitó a irme de vacaciones al sur de España. Fue la primera vez en mi vida en que fui de vacaciones. Era un momento perfecto para desconectar de internet, liberar el stress y disfrutar del pescado y aprender a cocinar. Y es que Inma es la gran repostera de una famosa pastelería de Valladolid.

Comencé a sentirme mejor, pero seguía con atención las noticias de Afganistán. Vi como día tras día iban cayendo en manos de los talibanes un distrito tras otro y como llegaban noticias de los abusos a mujeres en las provincias no pastunes, como Takhar; y como se iba reclutando a niños para la guerra. Y así puse fin a mis vacaciones.

La fulminante conquista talibán, en la que un ejército de 80.000 soldados montados en motocicletas y con armamento ligero, conquistaron un país del tamaño de España en menos de un mes, no era nada nuevo para mi pueblo, porque los hazara estaban ya sufriendo desde 2014, cuando la retirada de la OTAN era ya una realidad militar, toda clase de ataques y abusos. La violencia se había difundido por muchas partes del país por parte de muchos grupos armados, cuya supervivencia dependía del apoyo talibán. Siempre iba dirigida a los hazaras, en sus escuelas y todo tipo de centros educativos, en sus gimnasios, en la celebración de sus bodas, y en sus hospitales, mezquitas y centros culturales.

Lo que yo me temía es que todo lo que ya había ocurrido en Mazar-e Sharif en la década de 1990: registros domiciliarios, detenciones arbitrarias, bloqueo de la ayuda humanitaria, quema de alimentos e incendios de casas en pleno invierno para provocar la muerte por congelación, se volviese a repetir ahora en Bamian. Los talibanes odian a los hazara porque son chiitas, son de otra raza, y aunque son muy pobres y nunca fueron favorecidos por el gobierno afgano, siempre apoyaron la democracia representativa, la educación laica y el acceso de las mujeres a la misma. Eso es lo que podía esperar a mi familia. Pero su situación era aún peor porque en ella había una “oveja negra”. Era yo, que había puesto a mi familia en peligro por haber huido del país.

A comienzos de agosto de 2021 mi hermana, estudiante universitaria, y un grupo de amigas de Herat escribieron una llamada de socorro, publicada en EL CORREO GALLEGO, con el título de Chamamento das mulleres de Afganistán ás mulleres galegas. Al día siguiente mujeres de los partidos PP, PSOE y BNG mostraron su solidaridad con las estudiantes de Herat, que había caído en manos de los talibanes el 12 de agosto cuando el general al mando de la división encargada de la defensa de una ciudad históricamente famosa por haber resistido numerosos asedios y tener fama de indomable, entregó la ciudad y todas sus armas a los talibanes.

Tres días después, todo el país estaba en manos de los talibanes, a pesar de que el Pentágono y sus estrategas había asegurado que tomar Kabul les llevaría como mínimo el resto del año 2021. No fue necesario el combate: ejército, policía y gobierno en pleno se rindieron sin oponer la menor resistencia a las bandas talibanes, que en ese momento ya se habían apoderado de más de la mitad de los vehículos militares, gracias al soborno, o la simple rendición.

Comenzaron mis noches de insomnio. Físicamente estaba muy bien. Había recibido mi segunda dosis de la vacuna del coronavirus; algo impensable en Afganistán; tenía más dinero que el que había tenido nunca, y llevaba viviendo todo un año en un precioso apartamento que me habían cedido mis profesores. Pero me sentía culpable. Sentía vergüenza por estar vivo, pensando en lo vulnerable que era ahora mi familia. Sabía que los talibanes podrían ir a mi casa y convencí a mi madre y mis hermanos de que enterrasen mis libros no religiosos. Convencí a mi hermano que se vistiese con el vestido tradicional y tuvo que dejarse barba. Nunca se vestía así, solo en circunstancias especiales, pero accedió a hacerlo. Mi madre y mi hermana no volvieron a salir de casa. A partir de entonces, como mis hermanos vieron truncadas para siempre sus carreras como ingeniero informático y licenciada en inglés, cambió el tema de nuestros mensajes y conversaciones. Lo único importante a partir de ahora sería cómo estar seguros y cómo poder escapar.

Pocos días después mi familia se mudó a otra ciudad hazara más grande, intentando hallar más seguridad, pero fue en vano , porque la amnistía general prometida por los talibanes era una mentira. Comencé a preocuparme aún más cuando comprobé que algunos de mis antiguos compañeros de carrera paradójicamente criticaban la supuesta tibieza de los talibanes. Y es que eran ellos los que estaban radicalmente en contra de esa amnistía y pedían que se hiciese “justicia”. Pero la justicia que ellos querían consistía nada más que en ejecutar a los que estos antiguos estudiantes consideraban como defensores de la democracia y los valores laicos.

Desde hacía unos años yo vivía con mi madre y mis dos hermanos, como un cabeza de familia de 23 años de edad. Y aunque siempre tuve mucho cuidado en proteger a mi familia, cambiando para ello mi apellido, sabía perfectamente que algunos compañeros de la facultad sabían quiénes eran mis familiares. Yo era conocido no solo por criticar las atrocidades de los talibanes, sino también la corrupción y las mentiras del anterior gobierno. No era nadie importante, ni tenía muchos medios a disposición, pero la utilización de todos los medios disponibles a mi alcance me hicieron lo suficientemente conocido como para tener que temer la venganza de los talibanes y de mis compañeros de estudios. Por eso sabía que volver con mi familia sería un auténtico e inútil suicidio.

Intentamos conseguir un visado para algún país vecino, y como Herat es fronterizo con Irán y el consulado iraní todavía estaba abierto, nos dirigimos a él. Allí nos dijeron que únicamente daban visados a quienes mantuviesen estrechas conexiones con Irán. En él vivían tres de mis hermanos, albañiles, pero como solo uno de ellos tenía permiso de residencia nuestro intento fue en vano. Algunos parientes nos animaron a intentar cruzar ilegalmente las montañas desoladas de la frontera, pagando a los contrabandistas, pero como eso podría suponer un peligro enorme, los convencí de que desistiesen de ese empeño. Pero cuando llegó septiembre comenzaron a pulular vendedores de visados legales iraníes a cambio de grandes cantidades de dinero: más de mil euros por persona, lo que allí supone una fortuna. Valoramos los pros y los contras y nos decidimos por esa opción, que sería posible porque ya les había enviado dinero, fruto de mi trabajo y de la ayuda de algunas personas, como Inma, Mariví, Mar y Josefa, que me fueron ayudando en cada momento.

A fines de septiembre ya tenían sus visados “legales” iraníes, que incluían el coste y la organización de un largo viaje por carreteras de montaña, el franqueo de los controles talibanes y de los guardias fronterizos iraníes. Asumiendo todos los riesgos, mi madre y mis hermanos dejaron para siempre Afganistán, tras despedirse rápidamente de amigos y parientes. Mi madre fue a visitar por última vez la tumba de mi padre, que es una pequeña piedra con un nombre escrito a mano, y quedaba abandonada en una desolada montaña en los límites de la ciudad de Herat. Cuando pude ver en mi móvil la foto de su despedida, me quede sin habla y se me rompió el corazón. Mi hermano se había tenido que dejar barba, mi hermana parecía todavía mucho más pequeñita de lo que es, y mi madre había envejecido a ojos vista. Sus labios estaban secos, y sus caras estaban agrietadas.

Mi madre había casi jurado que jamás abandonaría su casa, porque pensaba que, si Alá es bueno, a las buenas personas no les deben pasar cosas malas ni monstruosas. Ahora había cambiado de opinión y decía que lo único que le preocupaba en el mundo era la seguridad de sus hijos. El día que llegaron a Teherán sentí un enorme alivio y llamé a dos de mis profesores, que expresaron su alegría gritando “Aleluya”. Inma y Mar me volvieron a preguntar si tendrían dinero para poder vivir en Irán.

A comienzos de octubre de 2021 se dirigieron a la Embajada de España de Teherán para pedir sus visados. Les informaron que la evaluación de sus casos llevaría algún tiempo. Como el tiempo iba pasando, sus visados de residencia caducaron y pidieron prórrogas que les fueron negadas, quedando su situación en suspenso a cambio del pago de más de mil euros, lo que podía ser llamado multa, u otra cosa. Tras unos días de incertidumbre la embajada les comunicó que ya tenían su visado, por las razones siguientes: “De las manifestaciones ahí contenidas se deduce que los solicitantes sufren un temor real y fundado de persecución en su país de origen debido, entre otros motivos, a las actividades profesionales y literarias de su hermano, solicitante de protección internacional en España, quien públicamente se opone al régimen talibán y ha escrito un libro basado en la historia de su familia en el que se refleja dicha oposición. La identificación de los miembros de la familia en el libro hace que la situación de riesgo de los solicitantes se incremente”. “Todo ello, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 38 de la Ley 12/2009, de 30 de octubre, reguladora de derecho de asilo y de la protección subsidiaria”.

Desde finales de diciembre hasta su llegada en enero estuve constantemente nervioso, porque aun tendrían que pasar por las aduanas del Aeropuerto Jomeini de Teherán. Por eso cuando hace solo unos día me vi en Madrid en el Aeropuerto Adolfo Suárez esperando su desembarco, todo me pareció tan increíble que creía que casi era un milagro. Debo agradecerle al gobierno de España, a sus gobernantes y a sus funcionarios que hayan conseguido que mi familia haya llegado a salvo. No puedo expresarme todo lo bien que querría con mis palabras. Solo puedo decir que el día que los volví a ver, también volví a creer en la humanidad.

Los últimos años no han sido nada fáciles para mi familia y para la inmensa mayoría de las personas que viven en Afganistán. Doy gracias porque mi familia ha podido sobrevivir a la pobreza extrema, a la discriminación contra el pueblo hazara por parte del gobierno afgano, al Covid-19 y a la violencia y el fanatismo talibán. Ahora que están seguros podré centrarme mejor en mi doctorado y releer con toda la atención la Constitución Española de 1978.

Mis hermanos están aprendiendo español para poder estudiar en la universidad y mi madre continúa bordando y tejiendo. Me sigue doliendo el sufrimiento de las gentes de mi patria, pero he conseguido un poco de alivio y me comprometo a seguir luchando todo lo que pueda por ellos, con mis palabras y mis acciones. Ya sé que a veces se dice que los musulmanes, y los orientales en general, son fatalistas y se resignan ante las adversidades.

Da la impresión de que algunos escritores y filósofos occidentales creen que no sufrimos ni nos alegramos, que no somos capaces de sentir el amor o la rabia, y quizás que no sabemos que todas las personas son iguales en su dignidad y sus derechos, y que la vida de una persona no puede ser reemplazada por la de ninguna otra. No es cierto, lloramos y sufrimos, tenemos dolor, hambre y también sabemos lo que es el bienestar. He podido comprobar en mi corta experiencia vital que esto no es del todo verdad, porque ha habido personas de buena voluntad e instituciones regidas por la razón y la ley que han hecho posible que mi familia y yo vivamos ahora en España. Gracias sean dadas a todos ellos y a este gran país.

30 ene 2022 / 01:00
  • Ver comentarios
Noticia marcada para leer más tarde en Tu Correo Gallego
TEMAS
Tema marcado como favorito
Selecciona los que más te interesen y verás todas las noticias relacionadas con ellos en Mi Correo Gallego.