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Dos muertes indebidas: Heriberto y R. Adrados

Por rango académico y tal vez categoría de esas que llaman sociales, acaso debiera cambiar el orden de mi personal esquela. Francisco Rodríguez Adrados no sólo fue mi profesor de griego en la Facultad sino también fue uno de los de la lista de los amigos jubilados, que era larga...cuando llegó la hora. Me llevaba quince años, pero esas diferencias de edad, como sucede en el matrimonio por amor –y más en la amistad- son una pequeñez. Era uno más de mis amigos, a veces me hablaba en griego y yo intentaba responderle en latín y eso unía mucho. Me refiero, por supuesto a esa escena teatral tipo Tip y Coll. Rodríguez Adrados era salmantino y, aunque el dicho latino asegura que “quod natura non dat Salmántica non praestat”, a él, la naturaleza y la Universidad de Salamanca le dieron casi todo. Porque era un sabio de los que se dejaban llevar, sin ambiciones. Yo le profesaba además un enorme respeto que comenzó en 1958, cuando fui elegido delegado de primer curso en la facultad y él era nuestro profesor –ya internacionalmente famoso- de griego. Muy pronto había llegado a la cima y en ella se mantuvo como maestro. Hasta el final.

Heriberto Quesada Porto, que se fue unos días antes sin avisarme, miembro de la ilustre dinastía artística de los Quesada de Ourense –hermano del pintor Xaime y de Fernando, también pintor e ilustrador cómico de “El Faro de Vigo” tantos años, además de Carlos y Antonio- fue, en el mundo del periodismo de la transición, empresario, fundador y director de revistas políticas como “Posible”, y de consumo, como “Ciudadano”, director de publicaciones de amplia “pegada” en la conformación de España en los cánones europeos de consumo. Aunque no de manera habitual, colaboré con él y con Alfonso Sobrado Palomares, desde el primer ejemplar de “Posible”, que guardo con veneración.

Además, Heriberto vivía en la Ciudad de los Periodistas, en el pido doce o catorce, y yo en el piso tercero del mismo edificio, denominado Balmes. A veces, sonaba el timbre de casa a última hora de la tarde, y aparecían juntos Xaime y Heriberto con una botella de un vino más bien vulgar, aunque eso sí, numerada, ponderaba, que habían detenido el ascensor frente a nuestra puerta y “solo” venían a saludarnos. Lo primero que hacía Xaime era mirar a la derecha y ver...”¿Aínda está aí esa merda de retrato?”, preguntaba no sé si sin razón, pero, desde luego, sin ninguna consideración, viendo que el retrato de mi mujer que yo había pintado muchos años antes en París, con el Sena y Notre Dame de fondo, seguía colgado, casi detrás de la puerta. Después, había que echarlos. Y alguna vez cantaban canciones pícaras en gallego.

Este Quesada “murió” el día que Heriberto junior se estrelló contra un arbol cuando practicaba moto de trial o como se llame. Después, trasladaron su vida lejos de sus recuerdos y se establecieron en el campo vecino de Tres Cantos. Así los perdí vista a Geles, Carlitos y a él mismo. Alguna vez les hacíamos una visita, pero su vida era una manera de de vivir silenciosa, languideciente, que nos ponían al borde del llanto.

De todos modos, algún día reuniré mis estampitas y mostraré una pequeña galería de estos personajes que, como yo, ya no teníamos prisa y hasta nos contábamos chistes impropios de nuestra edad, sólo insinuados, si hacía falta, pero no de “viejo verde”.

Descansen en paz mis dos queridos amigos.

01 ago 2020 / 20:25
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