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El barrio de las costumbres perdidas

El mismo año en que Carmen nació, su padre José López emigró desde La Coruña hacia Argentina. Recién tuvo la posibilidad de reencontrarse con su esposa Manuela y su hija en el puerto de Buenos Aires casi 7 años después y la pequeña niña ni siquiera pudo reconocerlo. Le contaron que ese hombre que la abrazaba llorando de emoción era su padre, junto a quien trabajaría el resto de su vida en el histórico Bar La Coruña, un emblemático bodegón porteño ubicado sobre la calle Bolívar, en un local perteneciente al Mercado de San Telmo, fundado en 1897.

El barrio de San Telmo es uno de los más antiguos de la Capital Federal: en el siglo XVII, la Ciudad de Buenos Aires comenzó a expandirse lentamente hacia el sur y a esa zona próxima a la Plaza de Mayo la denominaron “Altos de San Pedro”, en honor y culto a San Pedro Gonzalez Telmo, el sacerdote católico patrono de los marineros que acompañó a Fernando III de Castilla en la conquista de Córdoba y Sevilla, consagró como iglesias a las mezquitas recuperadas y cuyas reliquias actualmente se encuentran enterradas en la Catedral de Tui, donde falleció mientras peregrinaba hacia la tumba del Apóstol Santiago. El gran Mercado había sido creado con el objetivo de abastecer de los víveres necesarios a la nueva ola de inmigrantes que llegaba a la ciudad desde el Viejo Continente: allí se conseguía desde pescado fresco, gallinas y verduras hasta herramientas o vestidos de novia. La construcción, un enorme edificio de estructura interna formada por vigas, arcos y columnas de metal con techos de chapa y vidrio, tenía salida a cuatro calles y en los locales de las fachadas laterales se instalaron algunos comercios de “despachos generales”, entre ellos El Porvenir, regentado primero por una pareja de asturianos y luego por una familia gallega oriunda de Arzúa.

En julio de 1961, José López junto a su hermano y otros socios, después de ahorrar durante mucho tiempo, adquieren el antiguo local y lo rebautizan Bar La Coruña en homenaje a la tierra natal de sus familias y al club del que eran hinchas. Pronto se convirtió en un gran éxito gracias a la calidad y abundancia de sus platos con precios siempre muy económicos y fundamentalmente a su esencia de “espacio de contención para los gallegos”, transformándose también en un punto de referencia de la comunidad española en general. Así es como José, luego de 7 años sin ver a su familia, pudo conseguir el dinero suficiente para solventar los pasajes y que puedan emigrar para reagruparse en Argentina.

Años después, los López compraron la sociedad y se quedaron a cargo. Carmen, la única hija de los dueños, detalló ella misma cómo funcionaba el bar: “a los ocho años ya pelaba papas durante la noche para hacer tortillas y lavaba los platos para ayudar a mis padres. Conocíamos a todos los clientes y sus historias, sabíamos que les gustaba comer y tomar y los considerábamos verdaderos amigos. Venían los grandes capataces del puerto a elegir a los mejores estibadores, que eran gallegos y siempre se reunían acá”. También visitaban el lugar a diario los curas y la barra brava del club de fútbol San Telmo que tomaba el vermú a las cinco de la tarde: era un lugar para todos, sin ningún tipo de distinción. Nadie miraba mal a nadie.

De paredes cubiertas de botellas y techo color crema, el local tenía pasadizos escondidos, varios recovecos y un altillo secreto que primero fue depósito y luego la vivienda de la familia. Según dicen allí se cocinaba la mejor empanada gallega de Buenos Aires, entre mesas comunales con manteles de papel blanco, tenedores y cuchillos de diferentes vajillas y partidas de dominó que duraban larguísimas horas. Y hasta el último día se conservó el mobiliario original, como la larga mesa de madera compartida, las estanterías, el enorme mostrador y las sillas de época. Símbolo de un espacio casi detenido en el tiempo, allí se filmaron varias películas, entre ellas El sueño de los héroes y La suerte está echada. Siempre se llenaba de gente.

El bar estaba abierto hasta la hora que los clientes se lo pidieran. Según Carmen era “como un boliche de campo, cálido, lindo, donde van las personas que buscan lugares así, simples y diferentes. Una identificación con el auténtico restaurante gallego; acá no hay nada reciclado”. Y cuenta que el local era considerado tan especial que un día el cura de la iglesia cercana, agradecido por haber recibido de regalo una pata de jamón serrano, se presentó para bendecir a los presentes y le regaló un cuadro del santo del barrio que convivió 40 años colgado al lado de un enorme escudo del Racing Club de Avellaneda manchado con guiso de codillo de cerdo.

El Bar La Coruña llegó a integrar la selecta lista de bares notables de Buenos Aires, aquellos que relacionados con hechos o actividades culturales de significación y por antigüedad, arquitectura o relevancia local, son considerados parte oficial del Patrimonio Cultural de la Ciudad. Pero los tiempos fueron cambiando: José falleció, Manuela comenzó a tener graves problemas de salud y Carmen tuvo que encargarse sola de todo el trabajo en una zona donde comenzaba a gestarse un cambio radical en cuanto a la llegada de grandes cadenas internacionales de comidas y franquicias de cafeterías orientadas netamente al turismo. El local pertenecía a la sociedad anónima dueña del Mercado, que interesada en alquilarlo por mucho más dinero a alguna de esas empresas, comenzó a presionar a Carmen primero pidiéndole que cambiara el techo y vaciara el ático (donde vivía y todavía tenía la valija que habían traído desde España). Luego quisieron obligarla a modificar la histórica barra y el mostrador del lugar para cambiar el piso y por último, le aumentaron el alquiler al doble de lo que venía pagando y la amenazaron con no renovarle el contrato. Asumiendo que el cierre era forzado por los dueños y sin poder afrontar los gastos ni recibir ninguna ayuda de la Municipalidad de Buenos Aires, decidió bajar definitivamente las persianas del icónico restaurante.

Aún siendo un bar protegido, nadie colaboró en su preservación: sin La Coruña, el barrio empezó a perder el espíritu de las viejas épocas. Desaparecieron los vermús, la empanada gallega, las charlas y discusiones hasta bien entrada la madrugada, los interminables pucheros y los bohemios que frecuentaban la zona entre vino albariño y cervezas heladas. Carmen vendió la estantería con botellas de principios del siglo pasado, el mostrador y todos los cuadros, menos el de San Pedro Telmo que le había obsequiado el cura. Y a Manolo, un cliente y amigo que concurría a diario, le regaló la silla donde se sentó durante años.

Después de pasar toda una vida trabajando allí, a principios de mayo de 2013 Carmen entregó las llaves del negocio que era el sueño cumplido de sus padres y también su casa, pero según los vecinos ninguno de los integrantes de la sociedad anónima posteriormente realizó las modificaciones que tanto le exigían a la gallega. El local fue puesto de nuevo en alquiler e intentó ser recuperado dos años después por un empresario que lo denominó “La Nueva Coruña” y conservó la fachada original, pero sin las comidas de Carmen ni el mobiliario original ya había perdido la magia de antaño. Pronto cerró nuevamente.

El barrio de San Telmo continuó perdiendo su identidad cultural frente al avance de los poderes económicos y actualmente forma parte de una zona casi exclusiva para turistas extranjeros, con infinidad de bares y restaurantes con menús exóticos y excesivamente costosos para la mayoría de los vecinos. Y el mejor ejemplo es el espacio en el que se ubicaba el Bar La Coruña: allí ahora se encuentra The Original Saigón Noodle, una franquicia gastronómica de “street food” vietnamita que solo acepta clientes “walk in” y ofrece como primer plato spring rolls y bamboo rice, exactamente en el mismo lugar donde se disfrutaba de la mejor empanada gallega de Buenos Aires.

19 jun 2022 / 00:00
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