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El primer hogar de los inmigrantes

Por una parte, el conventillo daba cuenta de la faz más inhumana del liberalismo con la desprotección de la clase trabajadora, el hacinamiento en tugurios céntricos de cuartos estrechos sin luz ni aire, pésimas instalaciones sanitarias y alquileres abusivos. Por otra parte, se constituía en un espacio cultural integrativo, de alta sociabilidad, donde convivían polacos, italianos y españoles con criollos del interior.

La baja densidad de población en el territorio argentino fue la máxima preocupación de los gobiernos hacia fines del siglo XIX. Por eso, bajo el lema “Gobernar es poblar”, la falta de mano de obra buscó ser resuelta convocando a inmigrantes: la propia Constitución Nacional promovía el bienestar general y la libertad para todos “los hombres del mundo que quieran habitar suelo argentino”. Dichas políticas de puertas abiertas en plena crisis económica europea dieron como resultado la emigración de cientos de miles de españoles hacia estas tierras, en su gran mayoría gallegos.

Luego de abandonar sus aldeas, abordar la odisea transatlántica y desembarcar en Argentina, muchos de los recién llegados se fueron trasladando velozmente hacia los más diversos puntos del país conforme a las abundantes oportunidades disponibles por entonces. Los cupos de labores en agricultura, ganadería y tareas rurales generales, aún en zonas muy alejadas de las grandes urbes, eran aceptados de inmediato ya que otorgaban la posibilidad de establecerse con facilidad y disponer de tierras productivas.

Pero aquellos que habían obtenido su posibilidad de trabajo en la pujante Buenos Aires, tuvieron que enfrentarse a un déficit histórico: los problemas habitacionales. La “gran ciudad” no estaba preparada para las grandes oleadas de inmigrantes ni mucho menos para ofrecer alojamiento a precios accesibles. Los sueños de progreso tenían un nuevo obstáculo económico; un alquiler mensual en el casco céntrico era casi diez veces más caro que el sueldo promedio de la época. Los hoteles también eran impagables y la otra opción era vivir en pensiones muy lejos del trabajo, viajando en medios de transporte abarrotados durante largas horas.

De esta manera surgió el uso de los conventillos como viviendas para los sectores populares. Los primeros, ocupados en la década de 1870, eran caserones instalados cerca de Plaza de Mayo: sus propietarios los habían abandonado debido a la epidemia de fiebre amarilla y se mudaron a la zona norte de la ciudad. Algunas de esas casas eran muy conocidas: en “La Vieja” había vivido el Virrey del Pino, la mansión “Ramos Mejía” fue refugio de Juan Manuel de Rosas y en la Casa de los López se había escrito el Himno Nacional. Valiéndose del flujo constante de inmigrantes con serias necesidades habitacionales, los dueños comenzaron a poner en alquiler cada habitación de las mansiones abandonadas como una unidad “familiar”. Los conventillos, que empezaban a funcionar en las antiguas propiedades ahora obsoletas de los sectores más acomodados, generalmente tenían un patio central rodeado de uno o dos pisos con pequeñas habitaciones que fueron ocupadas hasta por 15 personas.

Debido a la alta demanda de alojamiento y el negocio floreciente, se construyeron varios más con propósito de alojamiento popular definido, pero sin ningún cuidado sanitario ni mejoras para los inquilinos. Los conventillos especialmente diseñados para los extranjeros recién llegados eran aún peores: instalados sobre pilares para evitar las inundaciones, eran de madera y chapas onduladas de zinc, coloreadas con las pinturas sobrantes de los barcos, escasos baños y a veces sin agua potable, siempre en zonas portuarias de cercanía al Hotel de Inmigrantes.

El origen del término conventillo es controvertido: se asocia tanto a las pequeñas habitaciones interiores de los conventos como a congregaciones o reuniones sociales. Otros aseguran que proviene de algunos conventos que terminaban abandonados y eran utilizados como refugio por personas sin hogar. Oficialmente son viviendas urbanas colectivas, como las corralas sevillanas o las casas de vecindad, pero en condiciones carentes de higiene y de habitual hacinamiento. Pero pese a todas esas carencias y dificultades, durante décadas fueron, por necesidad, los primeros hogares y puntos de reunión de los inmigrantes en Argentina. Para el año 1903, el 18% de la población de la Capital Federal ya vivía en más de 2.500 conventillos, ubicados principalmente en La Boca, Barracas y San Telmo. Era el espacio habitacional representativo de los sectores empobrecidos: allí todo era compartido; la cocina, el baño y el patio eran lugares de uso común. En cada una de las habitaciones vivía una familia o un grupo de personas, a veces separados solo por una cortina y los cuartos sobre los patios internos en ocasiones eran tan angostos como un pasillo; la superficie promedio era de apenas un metro y medio cuadrado por inquilino. Las costumbre de compartir todos los espacios estaba ligada a las necesidades económicas; el precio del alquiler por pesos era de alrededor de 25 pesos, que equivalía a un salario mensual y obligaba a cada ocupante a alojarse en la misma habitación con varias otras personas: en ocasiones su propia familia, en otras compañeros de trabajo, paisanos o directamente gente desconocida. Así se forjó un intercambio cultural muy intenso y prolongado entre inmigrantes de diferentes orígenes, ideologías y estilos de vida.

Aunque la mayoría de los habitantes de los conventillos eran gente honrada y de gran compromiso por salir adelante, esos ámbitos eran un crisol de nacionalidades y actividades distintas: gallegos, prostitutas, italianos, hampones, rusos o carteristas. Trabajadores de la obra pública convivían en el mismo cuarto con delincuentes, operarios de fábricas con matones de la mafia y empleados de comercio con damas de burdel que llegaban engañadas desde Polonia. Un cruce de historias y vivencias que fueron el gen de la identidad nacional. En los conventillos la convivencia entre tantas mezclas culturales fueron abordadas desde la poesía y fundamentalmente el tango. Nacieron estereotipos que todavía perviven (todos los españoles son gallegos, los italianos mafiosos y los judíos, rusos) y hasta se desarrolló el uso del “lunfardo”, un dialecto popular argentino que tuvo su origen en la fonética de palabras gallegas, italianas y criollas. En sus cocinas se fusionaron todos los sabores imaginables que actualmente son la base de la gastronomía nacional. Y las eternas discusiones entre italianos y españoles terminaron proyectándose en la creación de dos clubes rivales que todavía son un clásico deportivo vigente en la segunda categoría del fútbol argentino.

Estas edificaciones donde se amontonaban los grupos más humildes también se afianzaron en otras grandes ciudades del interior del país como Mar del Plata, Rosario, Córdoba y Bahía Blanca. Eran ejemplos de arquitectura instintiva, con soluciones precarias para sumar comodidad abriendo nuevas puertas o improvisando ventanas, escaleras o pequeños balcones. Ante la indiferencia de los propietarios se construían nuevas letrinas y lavaderos, acortando los espacios públicos y generando constantes controversias sobre el acceso a sus instalaciones. Las pequeñas habitaciones, ocupadas por varias familias o grupos de personas, separadas por cortinas o biombos generaban cierta promiscuidad; era un único ambiente para dormir, comer o practicar cualquier otra labor. En las fiestas patrias de cada país era habitual que la jornada terminara entre excesos alcohólicos y golpes. Y aunque desde 1871 regía un reglamento oficial para conventillos, las inversiones de los propietarios eran nulas aprovechando la desesperación de los alojados, que no tenían otras posibilidades de acceso a la vivienda. Las deplorables condiciones de salubridad fueron un campo de cultivo para las sucesivas epidemias de tifus, viruela y difteria.

Durante estas epidemias, era costumbre que desde la clase alta se acusara discriminatoriamente a los inmigrantes por ser los culpables de cualquier enfermedad y la policía actuaba sin escrúpulos: acudía un gran grupo de oficiales al conventillo señalado, secuestraba la ropa y los artículos personales (bolsas, escobas, cajones, ollas, canastos, macetas) de todos los inquilinos y los prendía fuego en el medio de la calle, “para que la peste no siga saliendo desde aquí”, decían. Y los diarios de la época agregaban que “en los conventillos hay olor como a aceite podrido que emana un tufo extraño e insoportable”.

Los muebles de las habitaciones eran pocos y sencillos: apenas una mesa, un par de bancos para sentarse, un baúl para guardar las pertenencias (generalmente fotos y cartas de la familia del otro lado del océano), la ropa del trabajo y alguna prenda más delicada para los domingos, el catre de tela o una cama supuesta, un espejo, palangana y escupidera. Los elementos de cocina solían estar colgados en la pared y en cada pieza siempre se encontraba un farol de luz a kerosene y un calentador a carbón, que en reiteradas ocasiones causaban incendios fatales. Inmersos por necesidad en un hábitat insalubre y marginal, los inquilinos más empobrecidos podían pedir pasar la noche eligiendo entre dos opciones desesperantes: uno de los sistemas era el denominado “de cama caliente”, donde se alquilaba el espacio en un colchón en turnos rotativos, esperando que se despierte el cliente anterior para poder descansar un par de horas. La otra posibilidad rozaba con la tortura y la llamaban “a la maroma”: pagaban unos pocos centavos para dormir parados, colgados de la pared con sogas atadas debajo de las axilas.

En 1907, los dueños de los conventillos, aprovechando el momento de la mayor llegada de inmigrantes y aduciendo tener que pagar impuestos excesivos, aumentaron el precio del alquiler de las habitaciones. Esta situación de abuso, sumada a las condiciones de vida deplorables que estaban sufriendo generó una huelga de inquilinos, que apoyada por diversos gremios laborales y federaciones anarquistas tuvo un enorme respaldo social y popular y rápidamente se extendió a todos los barrios de Capital Federal, Mar del Plata, Rosario, Córdoba y Bahía Blanca.

En la vereda opuesta, el Gobierno, la policía y las autoridades judiciales se promulgaron a favor de los propietarios. Se iniciaron negociaciones a través de la Municipalidad para establecer medidas de mejoras en habitabilidad e higiene pero los dueños no las respetaron. Sin poder pagar los aumentos y con los mismos problemas sanitarios, los inquilinos de todo el país fundaron una Liga de Defensa y dejaron de pagar definitivamente los alquileres. Los jueces mantuvieron el apoyo a los dueños y comenzaron los intentos de desalojo.

Promulgada en pocos días la Ley de Residencia, con el objetivo de deportar a los extranjeros involucrados en la defensa de sus derechos (casi 130.000 inmigrantes), comenzaron a producirse graves choques entre los ocupantes y la policía. La resistencia fue violenta, con una defensa feroz especialmente de las mujeres que defendían sus hogares a escobazos, tirando piedras y baldes de agua caliente a la policía y los militares. La lucha por no perder sus viviendas y el temor a ser deportados también tuvo focos de notable intensidad en Rosario, con apoyo de los vecinos y disparos de armas de fuego desde ambos bandos.

En un combate a pedradas y tiros en Barracas murió asesinado por la policía de un balazo en la cabeza Miguel Pepe, un joven porteño de 18 años que se destacaba como orador en las plazas en defensa de los inmigrantes. El diario El Tiempo detalló: “El cadáver de Miguel Pepe fue sacado a la calle por la comisión de huelga. El espectáculo que se ofrecía era imponente. Delante iba la carroza y seguidamente el féretro, conducido a pulso por ocho mujeres. Seguían al féretro otras mil mujeres, todas moradoras de los conventillos en huelga. Más atrás venían los obreros, en un número de dos mil quinientos”.

Pero el gran enfrentamiento que terminó siendo determinante en la huelga se produjo en el conventillo “Cuatro Diques” de la calle Ituzaingó de la Capital Federal. Allí, rodeados de 250 integrantes del cuerpo de bomberos, la infanteriìa y el escuadroìn de seguridad de la Policiìa Federal que estaban por iniciar el operativo de desalojo, unieron por primera vez sus fuerzas sicilianos y gallegos y lucharon ferozmente contra la policía. Uno de los primeros detenidos fue el coruñés José Villamayor, que al grito de “Viva España”, mordió el brazo de uno de los oficiales.

Luego de varias horas de resistencia fueron derrotados, reprimidos y la propiedad incendiada tomada finalmente por las milicias a cargo del coronel Ramón Falcón. Y aunque las multitudinarias manifestaciones callejeras continuaron y durante un tiempo siguieron los atrincheramientos y acampes en los parques, la caída definitiva del conventillo emblemático de la lucha comenzó a marcar el final de una de las primeras huelgas sociales de principio de siglo por una mejor calidad de vida en Argentina.

La población de los conventillos fue disminuyendo al ritmo del crecimiento del transporte público, las mejoras en infraestructura y los servicios urbanos que acortaron los tiempos de viaje hacia los lugares de trabajo, pero fundamentalmente por los loteos a precios accesibles y en cuotas en zonas urbanas que permitieron hacer realidad el sueño de la casa propia. Actualmente algunos de los históricos conventillos del barrio de La Boca que fueron reciclados y convertidos en museos pueden visitarse para conocer un poco más sobre la dura vida de los emigrantes que soñaron con una Argentina próspera.

01 may 2022 / 01:00
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