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El principio de placer

Seguramente muchos lectores de EL CORREO GALLEGO habrán tenido noticia de que en el museo Thyssen Bornemisza está teniendo lugar, hasta el día 30 de este mes de enero, la exposición «La máquina Magritte», en la que se muestran más de noventa cuadros del pintor surrealista belga René Magritte (1898-1967).

En esta ocasión examinaré, por resultarme llamativo y desconocido, su cuadro «Le principe du plaisir» (El principio del placer), sobreentendiendo que, sin duda, el título se está refiriendo a «Le principe de plaisir» (El principio de placer) freudiano.

En su breve escrito «Formulación sobre los dos principios del acaecer psíquico» (1911), Freud afirma que los procesos psíquicos inconscientes son los más primitivos y primarios; y se rigen por el principio de placer-displacer que tiene como fin, como su nombre indica, obtener placer y evitar el displacer. Por su parte, el principio de realidad se opone al principio de placer puesto que, en función de la realidad exterior, difiere la satisfacción placentera de tal modo que «se abandona un placer momentáneo, pero inseguro en sus consecuencias, sólo para ganar por el nuevo camino un placer seguro, que vendrá después».

Como es sabido, el epítome de las sensaciones placenteras es el goce sexual, el cual no reside en los órganos genitales, sino en el cerebro. Por lo tanto, es posible interpretar esta pintura de una forma distinta a como lo hace la cartela que la acompaña en la exposición, en la que se dice que en este retrato de Edward James «al transformar la cabeza en una explosión luminosa el pintor sacrifica lo más esencial en un retrato: el rostro. Esta sería una primera paradoja; la segunda consiste en que lo que nos oculta la cara del retratado no es, como en otros cuadros de Magritte, una manzana u otro objeto, sino la luz, que se supone destinada a revelarnos el aspecto de las cosas».

En mi opinión, carecería de sentido que Magritte quisiera hacer un retrato al óleo que fuese una copia de un retrato fotográfico que ya tenía; su intención debió ser otra: tal vez añadir alguna cualidad de la personalidad de Edward James que no se manifestaba en su rostro. No sacrificó, entonces, nada; sino que, por el contrario, la esfera luminosa que ocupa el lugar de la cabeza de James revelaría la dinámica de esos procesos psíquicos inconscientes de que habla Freud y que solo son accesibles a través del análisis psicológico o de los sueños.

En consecuencia, esa potente luz no oculta, desvela. Por supuesto, no la cara del retratado, pero sí el nivel energético de su cerebro. Con seguridad, no sería errado concluir que no estamos delante de una simple iluminación, sino de un estallido de energía acumulada que dado el título del cuadro cabría identificar con la tensión que se genera durante el ciclo de la respuesta sexual humana, que precisamente finaliza con una explosión orgásmica en la que se libera una gran cantidad de endorfinas generadoras de placer.

La paradoja reside en que habiéndose inspirado en la teoría freudiana, Magritte la utiliza para oponerse a ella en tanto en cuanto su interpretación de la sexualidad contradice la del prestigioso médico austríaco, para quien debe primar la función reproductiva del sexo por encima de la placentera. Quedaría bastante claro, por consiguiente, que en René Magritte y en Edward James prevalecía el principio de placer sobre el principio de realidad.

No obstante, en el texto citado más arriba Freud sostiene que el arte consigue reconciliar ambos principios. Para él, el artista es inicialmente un hombre ajeno a la realidad ya que no acepta la renuncia a la «satisfacción pulsional» que aquella le exige y da libre curso a sus deseos eróticos y de ambición. Con todo, termina asumiendo el mundo real al plasmar sus fantasías en sus obras las cuales devienen «realidades efectivas» que los demás hombres consideran valiosas porque, a juicio de Freud, representan la realidad objetiva.

Es factible equiparar el principio de placer y el principio de realidad freudianos con dos de los conceptos filosóficos que desarrolla Nietzsche en «El nacimiento de la tragedia» (1872): lo apolíneo y lo dionisíaco, que también se presentan asociados aun siendo contrapuestos.

Lo dionisíaco, el espíritu de Dioniso, es la fuerza de los instintos, la exaltación creativa y la pasión sensual: es, en definitiva, el imperio del principio de placer. Lo apolíneo, como el principio de realidad, nos conduce hacia la moderación, el equilibrio y la razón.

En la exposición del museo Thyssen, René Magritte nos muestra su faceta dionisíaca, por lo menos en lo que a su aproximación a la sexualidad humana se refiere.

09 ene 2022 / 01:00
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