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Melchor López, el músico clásico «más clásico» de Compostela

Pocos habrá que no conozcan, aunque solo sea de oídas, las peripecias del personaje humorístico Superlópez, creado en los’70.

Del otro López que les quiero presentar no conocemos cuál era su fisonomía ni apenas su carácter, pero sí bastante de su oficio y su legado. Si hubiese nacido en Austria, Italia o Alemania, le habrían dedicado una placa en la entrada de su casa o quizás puesto su nombre completo a algún callejón o callejuela.

Melchor López Ximénez -con visos de Superlópez, pero en serio- tuvo una vida que se puede narrar sin mucho esfuerzo, aunque no como quisiéramos.

Nació en Hueva (Guadalajara) en 1759 en el seno de una familia acomodada, siendo sus padres Gregorio Antonio López y Teresa Ximénez, residentes en dicha villa y, probablemente, con gente a su servicio. Su suerte cambió cuando uno de sus tíos, Melchor López Marchante, presbítero de la parroquia de S. Nicolás de Bari de Madrid, le acogió y pasó al Real Colegio de Niños Cantores de Su Majestad. Tenía entonces unos 8 o 9 años y ya nunca volvió a su villa natal de una forma estable. Sí lo hizo, de pasada, cuando falleció su padre en 1794.

Su formación en la Corte le permitió alcanzar una madurez elogiable. Contó con maestros que le marcaron de por vida: la flor y nata de los músicos más reconocidos del panorama musical de entonces en España que, por sus merecidos logros habían ido reculando en casas palaciegas y señoriales de la capital. Entre ellos ,G. Brunetti, L. Boccherini y, no mucho antes, el castrato C. Broschi,“Farinelli”, célebre entonces por sus actuaciones en teatros y salas europeas y, más recientemente, por el film de Corbiau, ganador del Globo de Oro a la Mejor Película Extranjera en 1995.

A los 23 años intentó conseguir trabajo en Plasencia, Ávila y Burgo de Osma. No obstante, no encontró acomodo hasta los 25, precisamente, en la catedral de Santiago. López vino avalado por varias recomendaciones que hicieron mella en los miembros del cabildo. Puede que no hubiese podido acceder a otra plaza anteriormente por un defecto físico que, si bien no le impidió ordenarse sacerdote ni llevar un intenso ritmo de vida, le acarreó problemas. Ese mal debe estar relacionado con su accidentado nacimiento, del que se salvó a duras penas. Instalado en Compostela en 1785, regentó el cargo de maestro de capilla durante casi 8 lustros. Por ello ahora celebramos 200 años de su muerte en Compostela. Y lo hacemos a lo grande: con un concierto a cargo del Coro Universitario, dirigido por Miro Moreira. Se interpretarán: una misa, un villancico de navidad en gallego, otro en castellano para Corpus Christi, una sonata para órgano y otra para clave.

Durante esos años Melchor López tuvo que lidiar en muchos frentes. Cuidó de los niños de coro en todos los aspectos, reclamando, por ej., el dinero que debía recibir para alimentarlos. Es elocuente un escrito en el que expone cuánto gastaban: ocho libras de pan todos los días, y cinco y media de carne, varios extraordinarios por el año, la asistencia de algún que otro enfermo que necesite algún azucarillo, limonada u otra cosa fuera de la botica, asistencia de la persona de dichos niños, leña, luz y otras cosas que según los tiempos suben y no alcanzan los dos reales y medio que se daban a cada uno de los niños (19-2-1791).

Más específica todavía es otra cita con detalles de los víveres para sus pupilos: cinco libras y media de carne, media de tocino y cuatro cuartos de verduras para la olla de los niños en todos los días de carne. El tocino ha de ser limpio y sin hueso y, por razón de sal, se le abonen dos libras al año. En los días de pescado se invertirá el importe de lo referido en potaje y pescado. Se regula a cada niño libra y media de pan, la cual ha de ser de trigo (12-6-1797). Se les cuidaba con mimo.

Problemas de intendencia culinaria al margen, López debía ocuparse de tener el oportuno repertorio musical para la catedral. O sea, componerlo, ensayarlo y ejecutarlo en tiempo y hora. Y, como a otros maestros catedralicios, se le pedía que custodiase las partituras del archivo e incluso lo agrandase, buscando piezas que fueran de interés y redundasen en el bien del templo. Trabajo no le faltaba y era cabal a todas luces, según consta.

Todo esto, en los inicios de su magisterio le resultó relativamente fácil, pero las guerras y los tiempos de penuria dificultaron sus tareas.

Hoy lo conocemos por su producción musical -unas 900 piezas- a todas luces suficiente para salvar otras carencias. Y eso, al fin, es lo que cuenta. No pregunten por su retrato: puede que fuese cojo o jorobado y algo apocado de carácter, pero perfeccionista y disciplinado.

¿Se entiende por qué me atrevo a ponerle el sobrenombre de Superlópez? Su tumba en el claustro de la catedral está sin flores, pese a que su fama perduró hasta ahora.

Háganse una idea de su obra: es el clásico «más clásico» de los músicos de Santiago y de Galicia entera.

08 may 2022 / 01:00
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