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No me bañé con Fraga en Palomares

Lo digo de entrada porque, a lo largo de muchos años, siempre me topaba con alguien que se empeñaba en repetir que yo me había bañado con Fraga Iribarne, siendo él ministro de Información y Turismo, y con el embajador americano Biddel Duke, cuando las cuatro bombas atómicas que transportaba un B-52 salieron despedidas durante una fallida operación de repostaje en vuelo, algo que solían hacer sobre el pueblo de Palomares, provincia de Almería.

El 17 de enero de 1966, cielo azul intenso, la maniobra reiterada por los B-52 provocó un poderoso accidente, un estallido brutal y, sobre todo, la expulsión de las cuatro bombas que transportaba y casi mostraban a los rusos por si aquellos se decidían a romper el frágil statu quo de una paz amenazada. El pueblo almeriense de Palomares, de unos mil habitantes por entonces, de frágil economía arañada a la tierra y al mar, se convirtió, de golpe, en un núcleo de casi siete mil enloquecidos viandantes en busca, primero, de una explicación y, después, con la aparición de miles de hombres uniformados con los galones norteamericanos de barras y estrellas por bandera, escuchar, de boca autorizada, que allí no iba a morir nadie más que los ya fallecidos. Y eso, exactamente eso, lo iban a decir el ministro Fraga y el embajador Duke metiéndose en el mar y dando buena muestra de lo que estaban haciendo: tratando de demostrar que no había contaminación atómica alguna y, prácticamente, todo estaba controlado. No era verdad; nadie había medido la gravedad del estallido, por lo menos una de las bombas había estallado, reventado, dispensado muerte sobre las playas del mar y algunas tierras de Palomares.

Algunos, sin embargo, se temían lo peor. Cuando se produjeron los estallidos en el cielo –alguna repitió la traca en tierra– tanto Fraga como el embajador estaban en Madrid y se dieron cita, lo más pronto posible, en el lugar de los hechos. El Ministerio de Fraga, por su cuenta, avisó a los medios de Madrid, y supongo que de otras capitales, de que el ministro se iba al lugar del accidente: al día siguiente, de madrugada, un autobús saldría del Ministerio de Información y Turismo, directamente a Palomares. El director de Ya me preguntó si podía ir como enviado especial... Eran los meses previos a nuestra boda. En el autobús me senté al lado de Alfonso Sánchez, el popular crítico de cine de Televisión Española... Por aquellos tiempos, unos y otros, periodistas de postín o recién llegados al “curro” estábamos dispuestos a salir como centellas al encuentro con la noticia.

Alfonso era una persona de enorme cultura y bondad; en desplazamientos como aquel, se iba de viaje con una almohada unipersonal y blanquísima, se sentaba en la butaca más lejana del pasillo del autobús, apoyaba su ya venerable cabeza de pelo ralo contra el respaldo del asiento y se echaba una dormida que, a veces, duraba todo el viaje. ¡Y roncaba como el motor de un Ferrari de carrera!

Nos esperaban para comer en el parador de Mojacar las autoridades, los militares con cruces en la pechera y, por supuesto, los dos protagonistas, ministro español y embajador americano. Pero, antes, teníamos el baño. Duke, al ver la máquina de fotos que llevaba , me dijo: “Usted se bañará también, ¿no?” “Lo siento, embajador. Con las prisas se me olvidó el traje de baño”. No era verdad, pero ¿qué rábanos le importaba al diplomático saber si iba a engañar a la gente que me leyera al día siguiente, por qué sagrado deber iba a mentir en medio de una ignorancia que nadie me había disipado con información? Desde una lancha pesquera hice fotos, pregunté, asimilé...y me di cuenta de que este país nuestro no tiene remedio. Estos días estoy siguiendo en una cadena de televisión los reportajes que, por fin, cincuenta y cinco años después, han podido hacer y mostrar a los agricultores de Palomares.

No me bañé con Fraga en Pa-
lomares

02 may 2021 / 01:00
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