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“¿Por qué no te callas?”

Cuentan que, en su primer encuentro con Franco, el dictador le preguntó a Juan Carlos, todavía niño, hijo de un rey inédito y desterrado, por la lista de los reyes godos, que los niños de entonces recitaban de corrido como los aficionados de antaño se sabían la delantera de los Cinco Magníficos. Aquel niño al que llamaban Juanito ya es un señor octogenario que hace seis años abdicó de sus derechos de rey en beneficio de su hijo, Felipe VI. Cuando escuchaba a éste recordar a las víctimas de la pandemia y honrar al personal sanitario y al resto de profesionales, muchos de los que le oían comparaban su preocupación ante la incertidumbre laboral de millones de españoles con los pingües beneficios obtenidos por su progenitor en un doble lío de faldas y chilabas. En otras circunstancias, el mea culpa de Juan Carlos I por la cacería de Bostwana, cazador cazado, no dejaría de ser un episodio caricaturesco que daría para un relato en la línea de los que ambientados en ese mismo continente escribieron William Boyd (‘Un buen hombre en África’), Osvaldo Soriano (‘A sus plantas rendido un león’) o Evelyn Waugh (‘Noticia bomba’). Pero las pisadas de esos elefantes se siguen escuchando como los paquidermos de ‘El libro de la Selva’ de Kipling.

Ahora es al rey Felipe VI a quien han vuelto a preguntarle por la lista de los reyes godos. Simbólicamente, su padre hace las veces de Leovigildo para entregar la cabeza de su particular Hermenegildo, aquel hijo víctima de un complejo de Edipo a la inversa cuando fue decapitado por su padre al convertirse al catolicismo renegando del arrianismo oficial. Juan Carlos I se ganó el respeto y las simpatías de muchísimos republicanos en un país sin monárquicos y ahora está consiguiendo que florezca por ciencia infusa una corriente tricolor sin motivos, jurisprudencia ni bibliografía contra su propio hijo.

Firmas mucho más autorizadas que la mía han repetido hasta la saciedad la desproporción entre la soberana metedura de pata del monarca emérito y su gigantesca aportación a la Historia de España, su papel ciclópeo para ayudar a pasar de una dictadura a una democracia sin derramamiento de sangre. Dice Pablo Iglesias que la monarquía es una antigualla, un régimen sostenido por un criterio tan poco científico como la filiación. Pero este candidato ensoñador a presidir la III República, si le deja Pedro Sánchez, olvida que en la Historia de España lo que es una excepcionalidad es la opción republicana.

Los casi 45 años de Monarquía democrática en España, instituida dos días después del fallecimiento del dictador que preguntaba por los reyes godos, es un ejemplo de madurez, de convivencia y de transformación de una sociedad sin precedentes en nuestro país, una fórmula que incluso llegó a estudiarse en Universidades extranjeras.

Padre e hijo, Juan Carlos y Felipe, son artífices de unas conquistas que son un muy digno legado que con otras dinastías ejercieron en este país Fernando III y Alfonso X el Sabio a lo largo de 67 años (de 1217 a 1284), Carlos I y Felipe II durante 82 años (de 1516 a 1598), o Carlos III y Carlos IV en un periodo de 49 años que va de 1759 a 1808, con la guerra napoleónica. Estamos hablando de reyes que pusieron su impronta para que España fuera lo que es; reyes soldados como Fernando III, monarcas intelectuales amantes de la música o del ajedrez, como su hijo Alfonso X el Sabio. Reyes como Carlos I que con apenas 18 años y sin saber una palabra de español avaló la empresa de Magallanes para dar la primera vuelta al Mundo, un mundo por donde se extendió todo el dominio de su hijo, Felipe II, llamado precisamente el Señor del Mundo por el hispanista Hugh Thomas.

Los candidatos a presidir la III República (con episodios tan sombríos en la Segunda como el oro de Moscú o una capacidad de autodestrucción que propició la guerra civil) igual se quedarían con otros modelos de monarca como Carlos III. No tanto por ser el que modernizó Madrid sino por atavismos que ahora soy muy del agrado de la inteligentsia podemita: el rey alcalde expulsó a los jesuitas en 1767 y prohibió los toros en 1771. A su hijo Carlos IV lo inmortalizaron Goya (con familia) y Galdós en uno de sus Episodios Nacionales.

Ha habido reyes con mandatos muy longevos. Felipe IV, el llamado rey Planeta, reinó durante 44 años, los que llevan Juan Carlos I y su hijo Felipe VI. Fue rey entre 1621 y 1665. Se llevó a la Corte al pintor Diego Velázquez y durante su reinado murió Góngora, muerte que tres siglos después germinó en la generación del 27. Fue el rey que tuvo por valido a Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, y su reinado a lo largo de la historia de España sólo fue superado por los de su hijo Felipe V, nacido en Versalles y muerto en El Escorial (donde terminó la cabeza de San Hermenegildo) y de Alfonso XIII, el bisabuelo del actual monarca, abuelo del rey emérito, padre del rey inédito y desterrado, el que pudo reinar como la película de Huston a partir de la historia de Kipling.

La Monarquía es España no es realismo mágico. Está en los libros de Historia y en el gen colectivo del país, siendo una cuestión consanguínea, privada, paterno filial. Bostwana, Bostwana. Noticia bomba, a sus plantas tendido un elefante. Al rey emérito le falló el casting. Pero hay duendes del rencor que trabajan a destajo para que pague una por una todas las sílabas de aquella frase dirigida en una Cumbre Iberoamericana a un sátrapa que algunos ven como un libertador: “¿Por qué no te callas?”

09 ago 2020 / 00:15
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