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Premios a gogó

sin contemplaciones

Si no recuerdo mal, el primer premio literario que gané en mi vida fue por estas fechas cuando tenía –esperen que eche la cuenta-... ¿nueve años?, ¿diez? La Virgen de Fátima estaba de promoción por la Hispania-Lusitana, y la teníamos muy cerca, con pase pernocta en la parroquia de Santa Baia.

Al día siguiente, antes de comenzar la misa mayor, un canónigo de Santiago dijo, desde la altura del presbiterio, que el ganador del concurso de versos a la Virgen portuguesa era yo, que era, por tanto, el premiado, que era muy bonito y muy humilde y que “aquí tienes la bolsa del premio”. Me la entregó en nombre del Excelentísimo Señor don Antonio de Oliveira Salazar, veterano dictador de Portugal –eso lo supe después– y “humilde servidor de Nuestra Señora de la Cova de Iría, Fátima”. Por lo que veo, el premio ya estaba, de alguna manera, políticamente contaminado.

Los otros premios vinieron por la vía del oficio y del conocimiento de mucha gente que andaba en ello, en ganar premios y casi vivir del nuevo oficio, de ganarlos o de otros frutos aledaños y parásitos. Un día, en un almuerzo de presentación, en el Casino de Madrid, de un enorme volumen sobre asfaltos, que pesa seis kilos y medio, con fotos en cuatricomía a go-gó, prólogo del ministro de Obras Públicas... Y resulta que el señor que tengo al lado, salmantino de nacencia, trabaja en asfaltos... es decir, él no trabaja porque la empresa es suya... ¡Qué interesante! Y la empresa va a cumplir el medio siglo, desde que su padre, simple lagoeiro, la puso en marcha, secando y nivelando los caminos de carros por Ahigal de los Aceiteros, San Felices de los Gallegos y otros pueblos cercanos. Su ilusión, acabó confesándomelo, sería hacer un libro como ese, un poco más pequeño...

– ¿Usted cree? Son dos millones de pesetas; mitad y mitad colaboradores y edición de 250 ejemplares. ¿Y una presentación así, como esta?

– Hay para eso y más...

Y resulta... Y acaba viniendo gente, porque el libro es atractivo, y quieren cosa bonita y de buen porte. Y el capítulo de colaboradores no se reparte, porque no hay colaboradores y sí autor único. Pero eso ni se pregunta.

Una docena de jurados del Premio “Temas”, Construcciones Colomina G. Serrano, todos ellos importantes directores de publicaciones, doce de los trece que lo componían, con el director general de Prensa presidiendo, se encontraron con mi santo y seña al abrir la plica que reservaba el nombre del autor... El que no me había votado había sido mi director, el de YA.

– Pero, hombre, ¿cómo no lo ha dicho?

– ¿Para qué, director, si un concurso con plica es un juego?

– Ya, comentó Juan Fernéndez Figueroa, director de la Revista Cultural Indice, también él jurado, pero son cien mil pesetas.

– Y un poco más. Acabo de decir que sí a mi nombramiento como director de Temas, revista de un solo número... como sabes, y con permiso del director de mi periódico, el que no me ha votado.

Hay premios en los que se concursa por probar. Y se prueba. Y el Temas fue la respuesta y autoconfirmación de que podía... Estaba limpio. Convertido en jurado habitual de premios importantes, incluso Nacionales de Literatura y Ensayo, la situación fue a peor... Muchos premios llegaban a la mesa del jurado con el nombre del ganador dictado “desde arriba”. Puedo jurar –y no lo hago- que nunca hice caso de esas presiones, que forcé la calidad por encima del nombre del apadrinado por otros méritos. La donostiarra Carmele Saint-Martín escribía para sus nietos cuando yo, presidente del jurado de los premios Doncel, creyendo, por su estilo, que se trataba de una joven escritora, la sorprendí, al teléfono al decirle que su novelita había ganado el premio, bien dotado para lo que por entonces se gastaba... Debía de andar por los setenta y tantos años... y tuve que levantarme dos o tres veces con intención de abandonar el escrutinio, contra la insistencia de dos jurados que estaban seguros de que el novelón de Pedro, del “camarada” Pedro y sus sus muchos servicios a la causa... Por supuesto que fueron doña Carmele y sus nietos que, previo reconocimiento de la hermosura de su obra, se llevó el Premio...

¿Y el día que pedí al jurado, que presidía el gran Federico Carlos Sáinz de Robles, levantar la sesión y volver a reunirnos la semana siguiente para dar tiempo al resto de componentes a que leyeran la novela que a mí me gustaba? Nadie, ni el presidente, la había leído. También esta vez un título había sido “sugerido”. Una semana después se convirtió, por unanimidad en Premio Nacional de Narrativa El mundo de Juan Lobón, de Luis Berenguer... Una gracia léxica nada rebuscada, un lenguaje rico, una lecciónde fantasía en lo narrado... Nada tuve que contar, venían todos adoctrinados por el autor gaditano. Dos o tres libros más confirmaron la maravilla. Lástima que su juventud se agostó en una dura enfermedad cuyo nombre no recuerdo y la producción se quedó en tres o cuatro títulos espléndidos.

¿Y Paco Umbral? Ni él mismo lo aceptaba, pero sí sabía que yo le había dado el empujón que lo consagró en su primer librito Larra, anatomía de un dandy. Alguien llamó aquella tarde a la puerta de mi despacho en el periódico. Era Paco Umbral, y en él se detuvo, en el umbral, hasta que yo lo invité a pasar. –¿Tiene usted unos minutos?

– Claro, pase. No era su primer libro; creo recordar que había publicado unos cuentos con el título de Tabouré. Cosa de relatos cortos, buenos, editados en Prosistas Españoles de la Editora Nacional y un poco perdidos en la pléyade de libros de todo tipo la editora oficial.. Pero con Larra le había ido mejor, la iba más la biografía de Mariano José presentando como un dandy. Además, el riesgo con un librito como ese era escaso. Lo editó la recién nacida Alfaguara, donde el dinero lo ponía Jesús Huarte, patrón y mecenas desde la constructora, y asumieron la carga de los títulos en cartera los tres hermanos Cela Trulock, Juan Carlos, Camilo José y Jorge.

Francisco Alejandro Pérez Martínez, mejor Paco Umbral, Paco me llevaba a mí cuatro años y medio, pese a lo cual me trataba de usted. La dedicatoria que me endilga con su letra piojera y sojuzgada, se me antojó, entonces, como una petición de ayuda. No le hizo falta: sabía moverse de maravilla y crear el más original lenguaje donde no solía haber más que tópicos... Desde Larra, y después Mortal y rosa, por la ternura de Pincho, el hijo muerto con sólo seis años, yo me daba clases de estilo leyendo a Paco.

10 ene 2021 / 00:00
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