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CARLOS LUIS RODRÍGUEZ LÓPEZ / Periodista

Sin la frente marchita

Alguien me está mirando desde un lejano 10 de mayo de 1998. Soy yo. Contemplo la foto de mi carné profesional de periodista de EL CORREO GALLEGO. Recuerdo el momento en que me lo entregaron y la sensación de aquel día en que contraje matrimonio civil con el periódico, tras un rápido noviazgo. A decir verdad no era aquel mi primer amor periodístico pero al final sería el más intenso y duradero. ¿Qué sentía entonces? Una mezcla de ilusión y miedo. Elegí como título de mi sección la marca “a bordo” porque aquello era como enrolarse en un barco que tenía todos los requisitos para sentirse a gusto entre su tripulantes. Zarpaba todos los días para acudir a los caladeros de noticias, echaba las redes, recogía la pesca y la servía en platos exquisitos muy diferentes a la oferta que otros tenían. Todo estaba a favor de que mi nueva experiencia fuese satisfactoria pero siempre subsisten temores porque los periodistas somos seres complejos, con una parte solitaria y otra social, introvertidos y extrovertidos al mismo tiempo, mundanos y misántropos. Aunque fuera ECG un dream team de tinta y papel, eso no garantizaba una buena integración. También había que contar con la cultura peculiar de cada medio, que en el caso de EL CORREO era y es muy acusada, así que este otro yo que me observa desde el pasado estaba ante un reto que acabó en una larga singladura.

La historia de mi relación con el periódico podría situarse en el día que quedó plasmado en mi salvoconducto. O no. Dudo en relatar mi primera experiencia con EL CORREO porque ignoro si lo que voy a contar ya está prescrito. Creo que sí. En fin, se trata de un episodio furtivo que me lleva a Preguntoiro en una noche de invierno llevando conmigo la misión de captar a uno de sus periodistas para un medio de la competencia, ubicado entonces en A Coruña para más señas. Imaginen la Viena llena de sombras de El Tercer Hombre y entrarán en situación. Vivíamos entonces en una guerra fría periodística y yo estaba en la frontera de enfrente. Se me encomendara sondear a José Luis Gómez para que cruzara el Muro y se uniera a nosotros, y eso me dio la oportunidad de conocer por primera vez el periódico por dentro, su recinto, sus caras, sus ruidos, el olor a tinta que impregnaba la redacción y el desbarajuste que había en la celda de copista monacal donde trabajaba José Luis, arriba en una especie de faiado. Quizá esas primeras sensaciones que tuve mientras aguardaba por mi contacto, me ayudaron años más tarde a dar el paso y enrolarme.

Desde entonces este barco navegó por muchas situaciones, visitó puertos, superó tormentas y presenció amaneceres y ocasos políticos. He tenido la suerte de surcar con mis compañeros la historia reciente con la curiosidad y el sano escepticismo con el que se adorna el buen periodismo. EL CORREO siempre ha estado ahí pendiente de lo que decían los rumorosos de cada momento, los mismos cuyo eco se oye en cada uno de los 50.000 ejemplares que nos contemplan. Gozamos los periodistas de una suerte de posteridad muchas veces anónima, más fuerte que la de aquellos que tienen calles o monumentos. Somos historiadores de cada día. Hacemos de cada día una eternidad que nunca se va a perder, si bien lo hacemos en silencio y envueltos en una discreción que esta efemérides obliga a romper.

Otra mirada fotográfica procedente del pasado me traslada al Palacio de la Zarzuela, a una audiencia con el rey un día de lluvias galaicas impropias de Madrid en el que don Feliciano Barrera condecoraba al monarca sin haber previsto la diferente estatura. Quede para la historia la frase memorable de nuestro editor, sin igual en las memorias de las monarquías hispánicas. “Majestad, si no se agacha no se la puedo meter”. La condecoración, se entiende. Los reyes allí presentes (el otro era el de esta casa) rieron a gusto el incidente, que ninguno de esos hispanistas ingleses o americanos que se inmiscuyen en nuestras cosas ha registrado de momento. A propósito de reyes otro recuerdo que me asalta por la angustia que sentí en aquel momento, fue el del anuncio de la abdicación. ¿El Rey, qué Rey? pregunté nervioso. Juan Carlos. ¡Ah, bueno!. Respiré aliviado como súbdito de la mejor monarquía periodística que conozco. Ignoro si son los dioses lares de los romanos o es Santa Tecla la que nos bendice, pero sea quien fuere nuestro abogado celestial cierto es que ha insuflado en EL CORREO un espíritu que, haciendo una analogía futbolística, combina los éxitos del Madrid con la tenacidad del Atlético y el arraigo territorial del Barça, o sea todo lo que fue el Superdepor en esos años de oro que no fueron un sueño. Sólo con ese temperamento se entiende que tres mosqueteros llamados Caetano, Luis y Carlos Luis se empeñaran en plasmar para el futuro la tragedia del Prestige y la gesta de los titanes galaicos. Me contempla también la foto de la presentación del libro, con el cuarto mosquetero oculto como siempre entre la gente.

Así que 50.000 ejemplares nos contemplan. Hay otros 50.000 recuerdos que pugnan por salir pero que ya no tienen cabida. Quedan reservados para el próximo centenario, cuando el periodista que me mira desde el 10 de mayo de 1998 esté un poco más lejos. Atisbo en sus ojos la felicidad periodística que disfruté a partir de entonces, y por la que doy las gracias a mis compañeros.

16 jun 2020 / 01:20
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