Coeficiente intelectual
ALFREDO CONDE
CUANDO en esos documentales históricos, tan frecuentes en las cadenas de televisión, veo a Mussolini pavoneándose delante de las cámaras y de la gente que lo contempla subido a un balcón, un balcón que me hace pensar cada vez que voy a Roma y paso cerca de el, cuando lo veo, no dejo de preguntarme si sería un mentecato; es decir, alguien con la mente captada, incluso alguien cautivado por sí mismo, por el personaje que encarnó, un payaso de gestos desmedidos, grandilocuentes y pretenciosos, y si la sociedad de su tiempo, la que lo elevó al poder y lo mantuvo en él mientras no fue demasiado tarde para que se mantuviese él solo, estaba tan alelada como para ignorar lo que se le habría de venir encima. Lo mismo me sucede en el caso de Hitler. También en el de Stalin y en el de tantos otros totalitarios que han disfrutado (y de qué manera) del ejercicio del poder sobre sus semejantes.
Me entero ahora de que el coeficiente intelectual de Mussolini era de 175; es decir, altísimo y excepcional. No era, pues, un tonto, ni un payaso. Simplemente fue alguien que supo encontrar el lenguaje corporal que las circunstancias demandaban y el discurso político que la mayoría de la gente necesitaba oír dada la penuria de sus tiempos. Después de ellos, e incluso a la par de los citados surgieron otros dictadores de diverso cuño que encontraron ese lenguaje que les permitió la supervivencia política al frente de sus naciones, incluso con viajes de ida y vuelta, como en el caso de Perón, o de largas permanencias como la disfrutada en nuestro país por quien supo ensamblar a la perfección el equilibrio de un pueblo que ansiaba ser la mitad monje y la mitad soldado. A aquello le llamamos nacional-catolicismo, pero me temo que nuestra propia historia estuviese latiendo detrás de todo ello.
Acaso en más ocasiones de las que debiera suelo pensar en la aparición de tanto descamisado en nuestras pantallas de televisión, de tanta sudadera y me encuentro dándole vueltas a la posibilidad de que el lenguaje corporal haya cambiado de nuevo y de que el viejo nuevo discurso campe otra vez de forma que estemos escuchando lo que, ciertamente, queremos oír para que a la postre acabemos recibiendo una doble cambiada de las que suelen dar los salvadores de las patrias. Ojalá esté equivocado y que mis aprehensiones sean producto de mi imaginación de novelista. El problema es que las circunstancias se parecen tanto, tanto a aquellas que los partidos políticos, llamémosle tradicionales, tampoco aciertan con el discurso que se espera, como en su tiempo no acertaron, ignoran ofrecer las reformas necesarias, se mantienen en sus trece y viven en un mundo aparte del que la mayoría de los ciudadanos habitamos. Y lo que es peor: no causan sus dirigentes la impresión de disfrutar de un coeficiente intelectual muy elevado. Los otros sí.
Escritor, Premio Nadal
y Nacional de Literatura
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