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¡Buenos días, pardillos!

Decía el filósofo G.W. F. Hegel que la lectura matutina de la prensa era la oración de la mañana de esa nueva humanidad, que había visto la luz tras la Revolución francesa de 1789. El derrocamiento de la monarquía absoluta y la proclamación universal de los derechos del hombre y del ciudadano -de los que quedaron excluidas las mujeres y los judíos de Francia- había abierto el camino hacia una nueva era presidida por el lema de la Ilustración “atrévete a saber”, hacia una era en la que la razón aplicada a las leyes y a las ciencias podría dar cobijo a la esperanza de que se hiciese, en cierto modo, posible el reino de Dios sobre una Tierra libre de la ignorancia, la superstición y la tiranía.

A pesar de que la Revolución francesa culminó en el Imperio napoleónico, que, gracias a la implantación del servicio militar obligatorio, le permitió a Francia conquistar gran parte de Europa y dominar a ese conglomerado de más de cien pequeños reinos, obispados y ciudades estado que por entonces era Alemania, sin embargo los grandes artistas y pensadores germanos, como Beethoven, F. Schiller, I. Kant, F. Hölderlin, o el propio Hegel, expresaron su admiración por esa revolución que iba a permitir el amanecer de la razón. Beethoven dedicó a Napoleón su concierto “Emperador”, Kant proclamó el entusiasmo que suscitaba en él y en cualquier ser racional ese acontecimiento histórico, y los jóvenes Hegel, Schelling y Hölderlin decidieron plantar el árbol de la libertad para simbolizar el nacimiento de esa nueva era.

La edad de la razón no podría ser posible si cada ser racional, cada ciudadano, no fuese capaz de tener a su disposición la información que le permitiese en cierto sentido representar en su mente el estado del mundo. Y esa información estaba en esas hojas, antes llamadas “hojas volanderas”, que permitían conocer los acontecimientos de cada lugar del mundo, con más o menos prontitud, valorar su importancia y formar así la opinión que cada ciudadano podría tener de la marcha de las cosas y del mundo. La suma de las opiniones de todos y cada uno se iba a llamar la esfera pública, sin la cual no podría ser posible la nueva sociedad republicana, que no se llamaría así por no tener rey, sino porque reconocería los derechos de cada individuo, debiendo hacer posible que fuesen unos derechos efectivos y no unas meras palabras en un mundo en el que el único límite de la libertad individual fuese la libertad de todos.

Antes de que se inventase el papel y naciese la imprenta era muy difícil saber qué pasaba en el mundo. Se supo que Colón había descubierto las Indias cuando una de sus carabelas llegó a Bayona, y esa noticia se difundió de viva voz, y por escrito con mensajeros y viajeros que se desplazaban a pie, a caballo o por mar, de un modo relativamente lento. La información tenía que pasar de boca en boca hasta que a partir del siglo XVII comenzaron a imprimirse esas hojas volanderas, que junto con los libros, autorizados o prohibidos, podían permitir difundir las noticias como regueros de pólvora, al ser leídas una y otra vez y cambiadas constantemente de mano.

Nacieron más tarde círculos, como los cafés y los salones, en los que se podía tener acceso a esa prensa, grande o pequeña, intitulada con nombres como El Heraldo, El Mensajero, El Clarín, La Verdad, La Gaceta, El Mundo, El Diario o El Tiempo, La Razón, El Pueblo, que intentaban dejar muy clara una vocación de transparencia y universalidad. La gente leía, o le leían, su prensa, según sus afinidades políticas y sus intereses, y a la vez comentaba con sus amigos, familiares, contertulios o comensales, lo que en ella podía verse, juzgando a la vez el estado del mundo de la política, de las guerras, los descubrimientos y los viajes y de la evolución de las costumbres, reflejada en la crónica de crímenes y sucesos, que era el fiel espejo del estado moral de cada sociedad.

Cuando no había libertad, sino tiranía, los periódicos y los libros podían ser prohibidos y quemados, como también se quemaba a los herejes y disidentes, pero todas esas prohibiciones servían muchas veces de acicates para despertar el interés de lo prohibido. Un filósofo alemán de siglo XVIII, Ch. Lichtenberg, dijo una vez que si el agua estuviese prohibida estaría riquísima, y quizás fue por esa idea por la que se guio Eva en el Paraíso, cuando decidió que de todas las frutas de la mayor frutería de la historia la única apetecible era precisamente la única que no se podía comer.

Un famoso emperador austríaco publicó en el siglo XVIII un libro que contenía los títulos de todos los libros prohibidos, logrando que esos fuesen los que todo el mundo quería leer. Por eso decidió prohibir el libro que prohibía los libros, con lo que no se sabía ya si se podían leer los libros citados en él, ya que dos negaciones hacen unan afirmación, o bien si daba igual que un libro estuviese prohibido o no porque no se podía saber si estaba prohibido.

Libros prohibidos, hojas volanderas, llamadas luego pasquines y panfletos, fueron a partir del siglo XVIII utilizados como armas en la lucha contra la tiranía y la opresión políticas. Los sindicatos ilegales del siglo XIX crearon sus periódicos, editaron sus libros e hicieron sus manifiestos, como El Manifiesto Comunista, escrito por Marx y Engels, un texto cuya importancia histórica nadie podrá negar. Como la imprenta era un arma para la libertad, impresores y tipógrafos como Pablo Iglesias, el fundador del PSOE, fueron esenciales para el desarrollo de las luchas políticas y sindicales. En los regímenes totalitarios, y en el franquismo, la búsqueda de panfletos, libros prohibidos y pequeñas imprentas portátiles, conocidas como “vietnamitas”, era parte esencial del trabajo de la policía política, que no logró contener ni en este caso ni en muchos otros el avance de la conquista de la libertad de la que disfrutamos ahora.

Pero en el presente esa oración de la mañana que era para Hegel la lectura de la prensa está desapareciendo, porque se están marchitando a la vez la información objetiva y veraz, la libertad para ofrecerla y difundirla, y la capacidad de analizarla respetando los hechos, a la vez que se iluminan con la luz de la razón y el respeto por esos derechos universales que había proclamado la Revolución francesa.

Da la impresión de que, cuando nos levantamos de la cama, un espíritu maligno nos da los buenos días mascullando entre dientes: “buenos días, pardillos”. No lo dice muy alto, pero lo piensa, porque sabe perfectamente que ya a casi nadie la interesa la verdad, porque ya casi nadie quiere hacer un esfuerzo para ilustrarse, para aprender a ver qué pasa y saber cómo entenderlo, porque cada vez menos personas son capaces de desarrollar la empatía para poder comprender los males del mundo y de los demás.

Sabe el espíritu maligno que cuanto más pequeño es un espacio menos cosas caben en él, y que no es posible meter un océano en un vaso de agua. Por eso le gustan los vasos pequeños, es decir, los textos mínimos, de como mucho cinco o seis líneas. Y además sabe también que es imposible detener lo que fluye y que es mucho más difícil coger el agua de unas cataratas que de un lago. Por eso quiere que la información cambie sin cesar, y a cuanta más velocidad mejor. Así, ya no es que a nadie le dé tiempo a pensar, es que casi nadie la podrá asimilar, al tener que pasar de un tema a otro constantemente. Si no puedo abarcar lo que tengo delante porque es enorme y se mueve sin parar, poco a poco iré perdiendo mi memoria y cada vez sabré menos quién soy, quedándome totalmente desorientado y sin capacidad de respuesta.

A ese mundo de seres desorientados e inermes ante los hechos es al que nuestro espíritu maligno podrá manipular mejor. Lo sabe perfectamente, y por eso quiere, no solo que ese mundo siga así, sino que cada vez sea más inmenso, más confuso y más rápido. Y lo quiere así no porque quiera sembrar el caos y dar a luz a la anarquía, sino para controlar mejor a la población.

Si no quiero convencer a nadie con razones, ni quiero que conozca y pueda juzgar los hechos, lo que tengo que hacer es manejar sus impulsos, manipular sus sentimientos y sus pasiones, convertir a la gente en máquinas movidas solo por el amor y el odio, y la simpatía y el rechazo más viscerales. Para lograrlo debo crear el mundo, la realidad, con una información mínima, manipulada y sesgada y hacerles creer que lo que yo digo es lo que ellos ya estaban pensando. Como, gracias al poder de los medios digitales, ya no necesitan hacer hojas volanderas ni imprimir periódicos en la clandestinidad, lo que tengo que hacer es que repitan lo que digo, como si lo dijesen ellos, siguiendo el ritmo que les impongo, y lo discutan con pasión, con sentimientos que ya ni siquiera serán suyos, pues yo soy quien los sabe suscitar en sus mentes. Y así lo haré día tras día, acompañándolos a la cama mientras rumian las ideas que nunca pensaron, para volverlos a despertar al día siguiente mascullando: “buenos días, pardillos”.

28 feb 2021 / 01:01
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