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Decadencia y caída del imperio americano

En el año 1752 el caballero Edward Gibbon ingresó en la Universidad de Oxford a los 15 años, un acceso al que tenía derecho más por su nacimiento que por sus méritos, que la posteridad ha reconocido sin embargo como extraordinarios. Oxford y Cambridge eran instituciones dedicadas fundamentalmente a la formación de abogados y clérigos, y el paso por ellas se consideraba, como dijo en el siglo XIX un famoso lord inglés, un pequeño paréntesis entre el colegio de Eton, de los nobles y burgueses, y el gobierno.

A sus 52 años decidió el caballero Gibbon publicar las Memorias de mi vida, y en ellas dijo: “no tengo deuda de gratitud alguna con la Universidad de Oxford, y ella me negará sin dolor la condición de hijo, del mismo modo que yo le negaré la de madre. Pasé catorce meses en el Magdalen College, que resultaron ser los catorce meses más inútiles y desaprovechados de toda mi vida” (pág. 82). Y es que si bien era cierto que en esa universidad los caballeros frecuentaban poco a sus profesores, del mismo modo y recíprocamente los profesores solían asistir pocas veces a sus clases. Y es que lo que importaba en Oxford más que el saber era conseguir un título de prestigio.

Era el caballero Gibbon una persona de extraordinaria inteligencia y tenía unas gigantescas dotes para el trabajo, que se plasmarían en su monumental libro en siete volúmenes The Decline and Fall of the Roman Empire. Sin embargo su vocación por la historia no nació en esa universidad, en la que básicamente se aburrió, y en la que no parece que fuese un gran asiduo de los cultos venales de Venus y Baco, sino de su experiencia como coronel de un regimiento, mando al que accedió por herencia familiar y sin apenas conocimientos técnicos, pues en la Inglaterra del siglo XVIII no había aún academias militares. No obstante ese encuentro con la realidad despertó a nuestro caballero de su sueño académico y aristocrático y le hizo darse cuenta de la importancia que los hechos de armas habían tenido a lo largo de la historia.

Tras su experiencia militar, el caballero Gibbon llevó una vida intelectual y geográficamente errante, pues pasó del anglicanismo al catolicismo, para volver de nuevo a su religión inglesa nacional y vivió con un pie en su isla y otro en diferentes países de Europa, en los que comenzó a llevar a cabo una ímproba labor de recogida de información y de lecturas para intentar comprender por qué había desaparecido el régimen político y la sociedad que él consideraba la más feliz y avanzada de la historia de la humanidad: el Imperio romano del siglo II de nuestra era.

Un atardecer, paseando entre las ruinas del antiguo foro romano, vio Gibbon cómo al ponerse el sol pasó ante él un cortejo fúnebre conducido por unos franciscanos. En ese momento tuvo la intuición que iba a dar sentido a todo su trabajo, tal y como le ocurre a los grandes pensadores y científicos, que solo tras tener una intuición genial pueden llegar a organizar su trabajo, como ya una vez había indicado el genial matemático Henri Poincaré al hablar del “inconsciente matemático”. Y esa intuición fue que Roma había caído por el empuje de la superstición, o la religión cristiana, y las invasiones bárbaras.

No hay proceso histórico del que se hayan dado más explicaciones que de la caída del Imperio romano, que sigue centrando el interés de los estrategas contemporáneos como norteamericano Edward. E. Luttwak, que sostiene que se debió a su debilitamiento militar y por eso defiende el rearme y la preparación para la guerra de los EE. UU.

Desde hace más de 4.000 años muchas culturas pensaron que podrían desaparecer. En la Mesopotamia del tercer milenio a.C. alguien escribió el “Lamento por la destrucción de Ur”, una ciudad que, como luego tantas otras, quedó deshabitada en el desierto y fue presa de la corrosión de sus muros de ladrillos por la fuerza de los vientos y la erosión de las arenas. Cuando las ciudades se abandonan y no dejan más que ruinas en un desolado paisaje, la mente humana instintivamente reflexiona acerca de la caducidad de la vida individual y colectiva, ya sea escribiendo poemas, como el famoso de Rodrigo Caro sobre las ruinas de la ciudad romana de Itálica, próxima a Sevilla, ya sea escribiendo libros sobre el ascenso y caída de los imperios, como hizo Gibbon y su contemporáneo Volney, autor de otra obra clásica: Las ruinas de Palmira.

Los romanos creían que todas las ciudades poderosas estaban destinadas a caer en el olvido, cuando el dios o la diosa que los protegía era derrotado por otro más poderoso. Cuando los romanos sitiaban una ciudad a veces practicaban un ritual mágico, recitando el carmen de euocatio, que conservamos y curiosamente es uno de los más antiguos textos de la lengua latina. Al recitar ese ensalmo ofrecían a la divinidad que protegía a la ciudad sitiada llevarla en solemne procesión a Roma y construirle un templo en el foro. Como era un ritual mágico el dios o la diosa no podían negarse, y así la ciudad desprotegida podía caer más fácilmente en su poder, al evocar mágicamente su nombre.

Podría caer cualquier ciudad, excepto Roma, porque la divinidad protectora de Roma, que tenía un templo propio, era una divinidad sin nombre, por lo que ningún enemigo podría llevársela recitando el ensalmo. Por eso creyeron que Roma sería eterna, y se glorificaba la Aeternitas de la ciudad. La eternidad de Roma se fue traspasando a lo largo de la historia en una especie de carrera de relevos. Desde el siglo IV al XV el Imperio bizantino fue su heredero legítimo, porque el emperador Constantino había trasladado la capital a Constantinopla, la actual Estambul. Pero en Occidente en el año 800 renació otro imperio romano con Carlomagno, coronado emperador por el Papa, y ese imperio, el Sacro Imperio Romano Germánico, pervivió hasta que en el siglo XIX fue proclamado otro emperador, Napoleón Bonaparte.

En Oriente fueron los zares de Rusia (la palabra Tsar deriva de César, al igual que la alemana Kaiser) los herederos de Roma hasta el siglo XX. Y en él, tras el III Reich, o tercer Imperio romano germánico de A. Hitler, quien reivindica también la herencia de Roma, son los EE. UU. quienes se consideran los herederos de Roma, por ser los primeros que aprobaron una constitución republicana imitando la romana.

¿Qué es lo que encarna el Imperio americano? Básicamente tres cosas: el gobierno constitucional y la democracia parlamentaria, el libre mercado, y la ciencia y la técnica como formas de conocimiento universales y laicas. Se supone que la creatividad del mercado libre puede crear riqueza, progreso y conocimiento de forma exponencial. También se supone que solo la democracia parlamentaria puede amparar al mercado con la seguridad jurídica que permite defender la propiedad. Y se dice que no hace falta la fuerza militar nada más que como protección, porque la riqueza se crea con el trabajo, la inversión y el conocimiento y no es el producto del saqueo, como el de los antiguos ejércitos, o de las conquistas y el colonialismo del siglo XIX.

Los EE. UU. desarrollaron desde el siglo XIX una estrategia naval, diseñada por el almirante Mahan en su libro sobre el poder naval en la historia, que defendía que su país, situado entre dos océanos, necesitaría una gran flota para poder defender sus intereses en el mundo, al contrario que Rusia, que por extenderse desde el Báltico a Japón se consolidaba como un gigantesco poder territorial uniforme. La marina norteamericana vendría a ser la heredera de la inglesa, que fue el gran brazo armado del Imperio británico. Los EE. UU. en la actualidad disponen de flotas y bases distribuidas a lo largo del mundo en una serie de zonas, que poseen un mando estratégico propio. El objetivo militar de los EE. UU. es poder movilizar por lo menos una división a cualquier lugar del mundo en un plazo de días. Es ese manto militar el que protegería sus intereses económicos, los únicos por los que el presidente Biden dice estar dispuesto a ir a la guerra. Ya no habrá guerras por la democracia, dice quien ha proclamado a China como el nuevo eje del mal y sostiene que no consentirá que arrebate la hegemonía de los EE. UU.

Es curioso ver cómo un presidente demócrata parece más agresivo que su antecesor conservador, que en cuestión de soberbia disponía de un gran capital. Obama se equivocó llamado a Rusia “Nigeria con armas nucleares”, e impulsando la primavera árabe que acabó en la guerra de Siria. El gasto militar de los EE. UU. es la mitad del gasto militar mundial y ha generado una deuda de más de dos billones de dólares. Sin embargo técnicamente Rusia y China no le van a la zaga. Ninguno de esos dos poderes continentales necesita mega-flotas ni grandes capacidades de despliegue estratégico, y una guerra contra uno de ellos es inimaginable, si no fuese una guerra nuclear.

EE. UU. ha perdido la carrera tecnológica en todos los campos que no sean el militar y camina a la desindustrialización, un fantasma agitado por Trump en una sociedad cada vez más desigual y que a la vez parece estar perdiendo sus referencias políticas democráticas. Si Gibbon pasease ahora por los alrededores de ese Capitolio, asaltado por un esperpéntico carnaval, quizás tuviese una nueva intuición: ¿morirá el Imperio americano por la presión simultánea del mercado global, el incremento de la violencia y la desigualdad y la pérdida de sus valores morales y políticos?

16 may 2021 / 01:00
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