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Del pasado no se reniega, se aprende

    UN PROVERBIO JAPONÉS dice: “cuando los padres trabajan y los hijos disfrutan la vida, son los nietos quienes acaban mendigando”. Ya en su obra “Edipo”, emplea Sófocles este tipo de recurso. El protagonista es abandonado al nacer por su padre, Layo, rey de Tebas, advertido de que su hijo algún día lo matará y se casará con su propia madre, la esposa del rey. Pero Edipo es encontrado y criado por otros, ignorando sus verdaderos orígenes. Al crecer, conocedor de la profecía, para evitar tan terrible destino a quien cree sus padres biológicos, huye de su casa y viaja a Tebas. Recién llegado, se pelea con un extraño, que resulta ser su verdadero padre y, tras matarlo, se casa con Yocasta, la viuda, su auténtica madre. La típica tragedia griega, o sea.

    El personaje de Edipo ha generado ingente cantidad de obras de arte, literatura y estudios a lo largo de los siglos, en parte, por ser buena muestra de lo que suele denominarse una “profecía autocumplida”, desde que Merton así la bautizara, partiendo del conocido “teorema de Thomas”, según el cual, si las personas definen como real una situación -lo sea o no- sus consecuencias también lo serán, para bien o para mal. Para estos autores, intentar escapar de la trampa ínsita en ciertas creencias colectivas no es fácil puesto que, tenga o no base real la situación creada, sus consecuencias pueden acaecer incluso independientemente de dicha realidad, al depender esencialmente de la conducta grupal.

    A modo de profecía autocumplida, el refrán del inicio nos recuerda un asunto del que ya hablamos aquí la semana pasada, la sucesión en la empresa familiar, que plantea a menudo un edípico dilema, donde confluye una variada gama de aspectos jurídicos, económicos y psicológicos, aunque todos ellos deban ir precedidos y presididos por un mismo afán: la voluntad de ordenar el futuro de la actividad de la empresa, más allá del destino de sus fundadores; lo cual encaja perfectamente en la filosofía que preside esta clase de actividad, destinada, en principio, a gozar de una continuidad intergeneracional. Pero lo cierto es que hasta el 85 por ciento de este tipo de empresa tiene serias dificultades para pasar de la tercera generación.

    A este respecto, cabe recordar que existen los denominados “protocolos de empresas familiares”, como conjunto posible de acuerdos adoptados entre los socios de la compañía para completar, concretar o modificar, en sus relaciones internas, las reglas legales y estatutarias que rigen la sociedad. Integran una modalidad dentro de los denominados “pactos parasociales”, reflejando el uso de la autonomía de la voluntad en el ámbito societario, como permite el artículo 28 de la Ley de sociedades española, entre otras muchas; de modo que, en la escritura y en los estatutos se podrán incluir “todos los pactos y condiciones que los socios fundadores juzguen conveniente establecer, siempre que no se opongan a las leyes ni contradigan los principios configuradores del tipo social elegido”.

    Ciertamente, los protocolos tampoco son una fórmula mágica que permita resolver de un plumazo todos los obstáculos que enfrenta el complejo panorama sucesorio de las empresas familiares. Los tiempos cambian, los proyectos empresariales evolucionan y, lógicamente, la transición generacional encara nuevos retos. La iniciativa del Club de Consejeras de la Asociación Gallega de Empresa Familiar, dando publicidad a ejemplos de buenas prácticas de sucesión, puede arrojar mucha luz en este oscuro túnel. En ocasiones, graves dificultades podrán venir dadas por circunstancias familiares o, incluso, por la propia personalidad del fundador. Mejor que “¿cuándo me jubilo?”, más bien la pregunta debería ser “¿qué puedo aportar en este momento de mi vida?”. Si, a principios de febrero, saltaba la noticia del paso atrás de Jeff Bezos en Amazon, hace 20 años era Bill Gates, en Microsoft; pero ambos continúan vinculados a sus respectivas compañías. Eso sí, conviene no olvidar que el árbol da más sombra a medida que crece, pero que no todos llevan bien ser opacados.

    La experiencia es un grado que se debería reconocer y respetar, sin que suponga por ello un corsé para una adecuada delegación de funciones y de responsabilidades, progresiva a medida que un negocio avanza. Al mismo tiempo, el ímpetu de las nuevas generaciones contribuye a garantizar la permanencia de las empresas familiares, sin que conlleve por ello un rechazo frontal a la misión y visión de los fundadores. Tal vez, el cultivo de la oportuna armonía interna y externa, combinada con la necesaria formación y un completo plan de transición constituya la fórmula idónea para garantizar que el saludable relevo generacional no sucumbirá ante una siniestra profecía autocumplida.

    La perdurabilidad a largo plazo de cualquier proyecto plantea desafíos que la sucesión acentúa. Ahora bien, según se ha dicho recientemente en redonda frase, aunque aplicada a distinto entorno que el expuesto, mejor asumir que “del pasado no se reniega, se aprende”. Pues, como señaló hace poco más de cien años Jorge Ruiz de Santayana, “quienes no pueden recordar el pasado, están condenados a repetirlo”. La necesaria cordura en la pervivencia del legado familiar parece encontrarse, como casi siempre, en un término medio, aprendiendo de la experiencia pretérita y mirando hacia las posibilidades del futuro. Porque las herencias, en el mejor de los casos, se reparten; pero la continuación de un legado, en cambio, inspira.

    28 mar 2021 / 01:00
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