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Dialogar para obligar

Si hubo alguna vez una noche en la que todos los gatos fueron pardos esa fue y sigue siendo la del escenario de nuestra vida política. Un escenario que, como todos los demás, tiene muy pocos actores y desgraciadamente millones de espectadores que contemplan el espectáculo más por obligación que por devoción. En nuestra vigilia nocturna los gatos suben a los tejados y maúllan para llamar la atención o para conseguir sus objetivos, sean estos unas veces gatas y otras ratones u otras presas del gusto de sus paladares. Nuestros gatos se comunican en un lenguaje propio en el que la entonación, el tono y el gesto son más importantes que el contenido de lo que quieren decir, lo que es lógico si tenemos en cuenta que los gatos no suben de noche a los tejados ni salen a la calle para asistir a congresos, sino a cazar a sus presas. Una característica que comparten con nuestros políticos, cuyas presas son sus votantes y cuyos premios son sus cargos.

Si tuviésemos que retratar a nuestro político ideal tendríamos la imagen de una persona que siempre quiere dialogar, que constantemente dice que es tolerante, abierto, y que respeta las opiniones y los derechos de todos los demás. De todos menos de los que representan todo lo contrario de lo que él, o ella, es decir, aquellas personas que no quieren dialogar porque son intolerantes, incluso fanáticas, que tienen una mente cerrada y no comprenden ni la diversidad ni las ideas de aquellos que son diferentes. Naturalmente no es necesario decir que el primer grupo de personas se llama a sí mismo progresista, en general, y apela a diferentes ideas que nacieron en el marco de unas ideologías muy bien definidas, como el socialismo, el feminismo, o el ecologismo, que en sus bocas se convierten en meros lemas, listos para ser repetidos hasta la saciedad en tonos más bien enfáticos.

Frente a ellos tenemos a otros grupos de personas que utilizan la palabra progre como insulto, un insulto que se puede mejorar en tono e intensidad cuando se descalifica a alguien ya no como progre, sino como podemita. La palabra progre nació en el franquismo final como sustituto de la vieja palabra rojo. Un progre era, como diría Santiago Carillo, un comunista sin rabo ni tridente, como su supuesto patrón Satanás. O lo que es lo mismo, un antifranquista dispuesto a aceptar que el final del franquismo no tendría que ser ni otra guerra civil ni una utópica revolución, sino una transición.

Los progres se reconocían a sí mismos como progres y llamaban a los continuadores del franquismo fachas, no franquistas ni fascistas. Un facha era un franquista ajado por el tiempo y ya un poco fuera de lugar, y por eso daba la impresión de que los fachas ya eran tan peligrosos. Lo que no era del todo verdad, pues bien que enseñaron sus dientes el 23 de febrero de 1981. Junto a ellos había minúsculos grupos de independistas catalanes, vascos y gallegos, que pasaron a llamarse en general nacionalistas y cambiaron el viejo lema de la independencia por los de la autonomía, la autodeterminación o el derecho a decidir. Hasta que volvieron hace poco a sus principios, dejando claro que ellos sí que tenían una idea aunque solo fuese una idea solitaria.

Subiendo de nuevo a nuestro tejado felino y político, y dejando a un lado la realidad, que es una entidad que cada día está más lejos del lenguaje político, sería bueno que pensásemos un rato, a solas, que es un diálogo. En contra de lo que parece, el diálogo no es un valor en sí mismo y la gente se pasa la vida haciendo otras cosas muy diferentes a dialogar, como trabajar, comer, dormir, entretenerse, y también pelearse verbalmente o de otras maneras, y sobre todo luchar por defender sus intereses y satisfacer sus necesidades y sus gustos, con medios pacíficos o violentos.

Para que haya un diálogo tiene que haber por lo menos dos partes, pero también un lenguaje común con el que se puedan entenderse o enfrentarse. Y sobre todo tiene que darse una situación, un contexto, en el que el diálogo tenga lugar, y que será el que le dé sentido a aquello de lo que se habla o que se quiere negociar. Los participantes en un diálogo tienen que tener unos derechos reconocidos previos, que los faculten como interlocutores, y unos intereses a negociar. Por eso podemos decir que un diálogo es como si fuese un contrato, y que hay miles y miles de contratos posibles: verbales o escritos, tácitos o implícitos, en igualdad o desigualdad y temporales o permanentes.

Nadie le puede pedir a nadie que dialogue con él porque sí y sin más. Si alguien así lo hiciese lo que querría realmente sería imponer su voluntad y se merecería una respuesta no dialogada, ya que ningún argumento podría avalarlo. Vamos a ilustrar esto con un ejemplo, que podría protagonizar un idiota -palabra poco dialogante, por cierto- al que se le ocurriese la siguiente estupidez. Le llamaremos don Besugo, en honor a cierto tipo de diálogos, por no llamarle otras cosas.

Dícele D. Besugo a una mujer que tiene que dialogar con él para que pueda acostarse con ella. La mujer podría darle la respuesta correcta: “no es no”, pero quizás D. Besugo no la pueda comprender porque es un dialogante por oficio y profesión, listo para desplegar todo el abanico de las ideas comunes en la política. Le dirá D. Besugo que negarse a dialogar es anti-democrático, que ella debe reconocerle su libertad de expresión, que tiene que admitir el derecho a una sexualidad libre, que se pueden lograr diferentes tipos de acuerdos, remunerados o no, y todos igualmente legítimos, o que se puede aplazar el acuerdo para otra ocasión. Como la mujer acosada por D. Besugo tiene las ideas muy claras y renuncia al uso de una violencia, verbal o de otro tipo, que hasta podría ser legítima, le contestará diciéndole lo siguiente.

Si Ud. quiere acostarse conmigo y yo no quiero, es usted el que tiene un problema, y no yo. No me diga que porque alguien dice que hay un problema ese problema tiene que ser solucionado sí o sí. Porque, mire Ud., Sr. D. Besugo, desde niña me di cuenta en la escuela que los problemas, de matemáticas por ejemplo, siempre los plantea quien manda -el profe o la profe- para que se resuelvan como ellos quieren. Y ni estoy en la escuela ni Ud. es mi profe, y cuando alguien plantea un problema, si nadie le escucha no hay tal problema. Y si esa misma persona sigue planteando el mismo problema se lo debería contar, como en el caso de Ud., al especialista pertinente. O sea que váyase con la música a otra parte, o corte el rollo, si no quiere que se lo corte yo.

D. Besugo no entendió que las personas son personas, porque tienen derechos que deben ser respetados, casi siempre sin que medie palabra. Tampoco comprendió que las personas tienen sentimientos y deseos, que no hace falta expresar casi nunca, porque se comprenden implícitamente, y menos negociarlos ni dialogarlos. D. Besugo no entendió que la inteligencia es un bien compartido por toda la humanidad y que todos saben pensar y hablar, aunque no copen cada día los medios de comunicación. D. Besugo no entendió que las ideas generales, como su libertad de expresión, o su derecho a dialogar y a plantear su “problema” pueden convertirse en burlas cuando se utilizan solo como artimañas para conseguir aquello que no se puede o no se quiere decir a las claras. Por suerte lo que si entendió, cosa que otros hombres desgraciadamente no hacen, es que a veces uno tiene que envainársela.

Pero D. Besugo es un ciudadano de a pie, desafortunado en amores y pobre en sus razones. Si fuese un político en ejercicio la cosa sería muy diferente. Y es que entonces estaría en el tejado de los gatos pardos, maúlla que te maúlla, para apañarse presas, amigos y compañeras. Sus argumentos serían irrebatibles, porque solo los gatos tienen derecho a maullar en los tejados. Los gatos se entienden entre sí porque tienen un lenguaje propio, que quita el sueño a los vecinos en determinadas estaciones del año, porque comparten el mismo lugar y porque lo que ellos se disputan son los lugares preferentes del escenario de sus vidas y haciendas. Los vecinos no tienen más remedio que aguantarlos y ver si, para su alivio, alguno se cae del tejado y agota la séptima de sus vidas. Aunque así fuese hay muchos más gatos dispuestos a ocupar su puesto y a hablar sin decir nada verdaderamente importante. Pero como ocurre siempre, por fin sale el sol y llega el día en el que amanece una realidad que sigue sus propios caminos.

24 may 2020 / 00:23
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