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El perro del hortelano

    ES AMPLIA LA LISTA DE TIRANOS que han pasado a la historia retratados a la vez como déspotas y como gobernantes de éxito. Uno de ellos fue el etrusco Tarquinio el Soberbio, último rey de Roma. De un lado, se le reconoce la expansión del imperio, consolidando su hegemonía sobre el Lacio, mediante la conquista de Pomecia y de Tusculum.

    Pero, de otro lado, cuenta Tito Livio esta anécdota: un mensajero procedente de Gabii, donde gobernaba Sexto Tarquinio –cuya violación de la noble Lucrecia desencadenaría la revuelta que precipitó abruptamente el fin del reinado de su padre–, le pidió consejo para consolidar allí el poder filial. En vez de responder, el rey se fue al jardín y pasó una espada cortando los extremos de las amapolas más altas que crecían en el mismo.

    Cuando el mensajero, cansado de esperar respuesta, regresó y le contó a Sexto lo que había visto, el hijo entendió perfectamente lo que su padre recomendaba: matar a todas las personas eminentes de Gabii, lo que terminó haciendo. Así las gastaban los Tarquinios y así acabó su dinastía.

    Se conoce como el síndrome de la amapola alta –o de la alta exposición– al fenómeno social por el que personas con genuino mérito son criticadas o atacadas a causa de habilidades o logros que las colocan por encima de otras.

    Este tipo de conducta presenta diversas manifestaciones como muestra, por ejemplo, la llamada ‘mentalidad de cangrejo’: un cubo con cangrejos, del que individualmente pueden salir con facilidad, tiende a convertirse en una trampa mortal, al sabotearse entre ellos, de modo que ninguno puede escapar, asegurando la destrucción colectiva.

    Lo plasmó magistralmente Lope de Vega en su comedia palaciega El perro del hortelano; título que, siguiendo el dicho popular, refleja al perro –animal carnívoro– guardián de la huerta, que impide a otros animales comer la siembra, aunque él tampoco lo haga.

    Ambos casos señalan esa tendencia a impedir que otros accedan al éxito o a despreciar el ajeno, por envidia, despecho o competitividad, deteniendo así el progreso, aun a costa propia o de todos.

    La economía ha intentado enfrentar este perverso tipo de comportamiento a través del llamado ‘óptimo de Pareto’, definiendo toda situación en que resulta ya imposible beneficiar a una persona sin perjudicar a otra.

    De este modo, se afirma que, cuando algo produce beneficio sin que otro se vea perjudicado, comienza un proceso natural que permite alcanzar un punto óptimo donde se obtiene la máxima prosperidad común en el momento en que ninguna persona puede ya incrementar su bienestar mediante intercambios sin que ello afecte negativamente a otra.

    Más breve: cuando crece el provecho de uno, sin que disminuya el de otro, aumenta el bienestar común. Esto no lo decimos nosotros, sino que se trata de un principio ampliamente asentado, cuyo logro más relevante es haber intentado buscar una función de bienestar social exenta de juicios de valor.

    Cierto es que la teoría no se libra de críticas, puesto que nada aporta sobre la ética o la justicia distributivas, tarea todavía pendiente para la “economía del bienestar”; aunque, para ello, se ha ido perfeccionando el análisis, introduciendo, por ejemplo, la posibilidad de compensar al que pierde, frente a externalidades negativas.

    Con todo, lo único que pretendemos destacar ahora es que, en esta columna, hemos venido explorando diversos mecanismos de cooperación público-privada, con particular énfasis en la filantropía, partiendo de que, como en la vida en general, conviene huir de los extremos.

    Ni se trata aquí de defender la entrega a la iniciativa privada de la gestión de los servicios sociales básicos, ni tampoco de abrazar sin más todas las críticas vertidas contra la filantropía que, muchas veces, se ceban en la figura o las pretendidamente oscuras motivaciones de quien la ejerce, sin detenerse en una reflexión previa sosegada sobre las mismas.

    Simplemente, creemos que, en el marco de una necesaria y adecuada regulación de la figura, a nivel autonómico y nacional, debería llevarse a cabo un análisis técnico sobre sus eventuales pros y contras, en lugar de proceder sobre la base de acalorados y estériles prejuicios o estereotipos parte del pasado que ninguna luz arrojan sobre un conjunto de herramientas útiles para afrontar el período de crisis que atraviesa de nuevo nuestra economía.

    Ya lo versó Ramón Campoamor mucho mejor que nosotros en el poema “las dos linternas” incluido en su obra Las Doloras (1846): “y es que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira; / todo es según el color / del cristal con que se mira”.

    Igual que Tarquinio el soberbio pasó a la historia a la vez como despiadado tirano y como gestor de éxito, somos conscientes de que también la filantropía presenta su propio juego de luces y sombras; pero, tal vez, no convenga posicionarse a favor de unas o de otras sin un cuidadoso análisis previo de todas ellas.

    Demasiados factores técnicos y condicionantes geográficas o políticos influyen hoy en el escenario del imprescindible debate en torno a este asunto como para limitarlo a una discusión de barra de bar (de regresar algún día las barras de bar). Tanto nos jugamos en este momento como cordura se precisa para afrontarlo; salvo que prefiramos acabar como los Tarquinios, claro. O como los cangrejos.

    29 may 2021 / 23:48
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