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El síndrome de Stendhal

    Corría el año 1817 cuando Henri-Marie Beyle, más conocido como Stendhal, visitó la Basílica florentina de la Santa Croce, escribiendo poco después, en su obra “Nápoles y Florencia: un viaje de Milán a Reggio”, que “había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”. Pero no fue hasta 1990 en que, tras observar y describir más de cien casos similares, la psiquiatra italiana Graziella Magherini analizó -en su libro titulado “El síndrome de Stendhal”- el trastorno asociado a la exposición de los individuos a la proliferación de la belleza.

    En la actualidad, indudablemente, este fenómeno de exposición a la proliferación -aunque no sólo y no tanto de la belleza- se ha generalizado; pero, paradójicamente, el exceso de información que conlleva provoca un menor significado, creciendo la posibilidad de crear algo difuso, una falta de estética o -como también se ha dicho- una experiencia “an-estética”. De este modo, asistimos a una corriente anestética en multitud de ámbitos, derivada de la proliferación de información a todos los niveles; y a la cual -de nuevo, paradójicamente- está contribuyendo la propia publicación de esta columna semanal. Es decir, el colapso informativo cotidiano provoca un síndrome de Stendhal a quien pretenda aproximarse a casi cualquier sector de la vida en sociedad. No hablemos ya de entornos más sofisticados que puedan exigir cierta preparación previa para su comprensión, como los que abarcan algunos problemas que solemos abordar aquí: hoy día, para solicitar una hipoteca, casi se requiere haber cursado previamente un máster.

    Avanzamos entonces las disculpas oportunas si, en ocasiones, nuestro discurso ha podido provocar a eventuales lectores y lectoras de esta columna ese sentimiento “anestético” o, incluso, “anestésico”; algo que tampoco sería desdeñable en estas frías tardes de domingo de invierno que reclaman a gritos un escenario de televisor y mantita en el sofá (muy conveniente, además, como estrategia de autoconfinamiento voluntario, tan oportuna, visto la que está cayendo). El marasmo informativo al que estamos expuestos provoca en nosotros mismos no solo cierta esquizofrenia, al criticarlo al mismo tiempo que contribuimos a incrementarlo con tal crítica; sino que también nos obliga a bucear en la miríada de noticias que surgen a diario para encontrar la más destacada, la más interesante o, como mínimo, la más adecuada dentro de la línea que intentamos seguir en esta columna y que, como hemos dicho reiteradamente, trata de fomentar o potenciar ideas elogiables relativas a la cooperación público-privada en materia económica, con el foco puesto en los mecanismos de filantropía, en general, y el mecenazgo, en particular; todo ello, en el marco de la propuesta larvada durante el infausto confinamiento de 2020 por el Club de Consejeras da la Asociación Gallega de la Empresa Familiar -en el punto álgido de la pandemia-, que acabó tomando la forma de su “Decálogo en favor de una nueva cultura de la empresa familiar en Galicia”.

    Considerando el entorno descrito, rescatamos hoy la noticia publicada esta misma semana en algún medio haciéndose eco de la petición del excéntrico billonario Elon Musk para que le aconsejen sobre cómo donar parte de su fortuna, alegando que es mucho más difícil de lo que parece. Tal y como se apunta en el punto nueve del mencionado Decálogo “un correcto manejo de todos los intereses presentes aconseja contar con una regulación moderna y ajustada a nuestra realidad que contribuya a hacer efectivos los beneficios que derivarían de este tipo de actuaciones”. Esto es, básicamente, convendría resolver mediante un texto legal técnico todas esas dudas que tiene Mr. Musk y que tanto le dificultan donar parte de su ingente fortuna; texto del que carecemos a nivel autonómico, al menos, a día de hoy. Ciertamente, acompaña a la filantropía un cierto idealismo “naïve” al que se recurre tanto para alabarla como para denostarla y del que convendría desprenderse como el pelo de la dehesa.

    Julian Sorel, el joven hijo de un carpintero, inteligente y ambicioso protagonista de “El Rojo y el Negro” -la célebre novela de Stendhal- desprecia la alta sociedad a la que, al mismo tiempo, aspira a acceder. Es una muestra de lo que el filósofo René Girard en su obra “Mensonge romantique et vérité romanesque” (1961) dio en llamar el deseo triangular o “mimético”: deseamos tanto más intensamente algo o alguien cuanto más otra persona también lo quiere. La fascinación que siente Sorel por la alta sociedad que tanto desdeña recuerda vagamente a las críticas vertidas contra ciertos filántropos. Y, posiblemente, muchas personas envidian y critican al dueño de Tesla (o a Amancio Ortega, un suponer) a la vez que sueñan, en realidad, con llegar donde ellos. Pero puede que ser filántropo resulte incluso más difícil que alcanzar la megariqueza. Si no, que le pregunten a Elon Musk, cuya cordura suele cuestionarse, aunque su petición pública merezca nuestro elogio de esta semana.

    17 ene 2021 / 00:01
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