Santiago
+15° C
Actualizado
sábado, 10 febrero 2024
18:07
h

En torno al brasero familiar

La familia es como un brasero, que da calor a unos y quema a otros. También mantienen cierta similitud en ir pasando tristemente de moda o en que, al final, solo guardan cenizas. La familia ha sido derribada del altar supremo de la sociedad y ahora se arrastra por los caminos de la necesidad. Si analizamos la evolución del discurso de los grandes pensadores a lo largo de la historia, no es difícil ver como el concepto de familia se ha ido degradando, desde ser un principio biológico básico -no diferente al de cualquier otro mamífero- a convertirse en un elemento residual en la perversión ideológica de los que quieren absorberla con las ventosas del Estado.

Decía Aristóteles en su Política que “la familia es la asociación que se establece por naturaleza para el suministro de las necesidades cotidianas del hombre”. Es difícil encontrar una definición de familia común entre filósofos, poetas, escritores o científicos; porque cada uno es hijo de su padre y de su madre, y cada cual describe o interpreta sus vivencias de forma genuina.

La familia deja de ser el pilar fundamental del andamio social en el mundo civilizado y culto cuando, más allá de la función procreativa, renuncia a levantar la estructura educativa de sus miembros y cuelga a sus hijos de las ubres secas de una escuela desorientada y luego los lanza a la jungla de una sociedad confusa, cuya educación se basa en la doctrina del desorden. La familia se desestructura cuando hay desequilibrio entre la imagen materna y paterna; cuando la disciplina, la cooperación y la organización son sustituidos por el absentismo y la fuga, o por la esclavitud materna. La familia se descompone cuando el conflicto se resuelve con divorcio; cuando el amor, la comprensión y el respeto se derriten como cera barata en el candelabro de la rutina; cuando hay terceros que se meten entre dos; cuando la cama ya ni sirve para reposar en calma; cuando la armonía se transforma en ruido; cuando el objetivo de la unión pierde sentido por desidia, cansancio, frustración o desengaño.

Ninguna familia es perfecta. En todas las familias hay problemas, desde Adán y Eva para acá. Lo de Caín y Abel tampoco fue una simple anécdota bíblica. Aristóteles ya decía que “cruel es la lucha entre hermanos”; pero 100 años antes que él, en Lives and Opinions of Eminent Philosophers, Diógenes Laertius ponía en boca del tracio Antístenes, el fundador de la escuela cínica ateniense, la frase: “cuando los hermanos están de acuerdo, ninguna fortaleza es tan fuerte como su vida en común”. La unión de la familia es un castillo amurallado frente a cualquier hostilidad; y el conflicto familiar es una constante de especie. En el David Copperfield de Charles Dickens se lee: “Los accidentes ocurren en las familias mejor gobernadas”; y el gobierno de la familia no es fácil. Un proverbio chino dice: “Gobierna tu familia como si cocinaras un pescado pequeño; muy suavemente”. Hablando de la soledad en sus Ensayos de 1580, Montaigne recordaba que “hay pocos menos problemas en gobernar una familia que en gobernar todo un reino”. Alexander Pope no era muy compasivo hablando de la familia en Thoughts on Various Subjects en 1717: “Una familia es, con demasiada frecuencia, una comunidad de maliciosos”.

La reyerta fraternal es uno de esos elementos de malignidad que arruina la armonía familiar. Ya Hesiodo aconsejaba, allá por el siglo VIII a.C.: “Cuando trates con tu hermano, sé agradable, pero consigue un testigo”. La cosa debe ser transcultural porque un proverbio español, poco usado, por ofensivo, apunta: “entre hermanos, dos testigos y un notario”; y un proverbio turco insiste: “aunque los hombres sean hermanos, sus bolsillos no son primos”. Lo que nadie se ha atrevido a explicar es por qué siempre lo material destroza la hermosura del amor entre hermanos. A las hermanas, Charles M. Schulz les lanza, en Peanuts, una sátira diabólica: “Las hermanas mayores son la hierba del cangrejo en el césped de la vida”.

Milton R. Sapirstein, en Paradoxes of Everyday Life, hace ahora 66 años, decía que “la madre ideal, como el matrimonio ideal, es una ficción... Criar a una familia debe ser una aventura, no una disciplina ansiosa en la que todos son constantemente calificados por su desempeño... no es suficiente que los padres entiendan a los niños; deben otorgar a los niños el privilegio de entenderlos”. El caso es que no es fácil entender a los hijos ni tampoco tiene sentido domesticarlos. Karl Shapiro dice, en The Bourgeois Poet, que “pretender que el niño sea a tu imagen y semejanza es un crimen capital; porque no vale la pena repetir tu imagen. El niño lo sabe y tú lo sabes. En consecuencia, os odiáis el uno al otro”.

No hay madres ni padres perfectos. En The Professor at the Breakfast Table, Oliver Wendell Holmes se manifiesta con mucha sensatez: “Las personas que honestamente quieren ser verdaderas se contradicen a sí mismas mucho más raramente que aquellas que intentan ser consistentes”. El mejor favor que los padres pueden hacer a sus hijos, en vez de chamuscarlos con adoctrinamientos redundantes, es mostrar coherencia y discreción. En uno de sus sermones de 1625, John Donne arengaba a sus feligreses: “Así como los estados subsisten en parte evitando que se conozcan sus debilidades, también las familias deben tener su cancillería y su parlamento de puertas para dentro, y componer y determinar todas las diferencias emergentes sin sacarlas fuera del contexto familiar”. En otro sermón de 1651, sobre el amor marital, Jeremy Taylor alertaba a los hombres insensibles: “El que no ama a su esposa e hijos, alimenta a una leona en casa y cría un nido de dolor”; y H.L. Mencken, hablando sobre la mente femenina en In Defense of Women, no escondía la ironía del desprecio conyugal al decir: “Las esposas, cualquiera que sea su muestra externa de respeto al marido, siempre lo consideran secretamente un asno, cargado de lástima”, lo cual resulta muy atractivo al escuadrón feminista.

Al hablar de amores, Ovidio creía que “pocas personas quieren los placeres que son libres de tomar”; y Pascal pensaba que “el hombre no es ni ángel ni bestia; la desgracia es que el que debería actuar como ángel actúa como bestia”. La gran contradicción del hombre, sea padre o esposo, en boca de Voltaire, es que “persigue todo lo que viene hacia él y huye de todo lo que le persigue”.

La teoría de muchos libros, escritos por célibes, se estrella con la cruda realidad de la convivencia familiar. Algunos declaran el obstáculo que puede suponer la familia en sus vidas. Francis Bacon, en On Marriage and Single Life, escrito en 1625, sostenía que “el que tiene esposa e hijos ha dado rehenes a la fortuna; porque son impedimentos para las grandes empresas, ya sea de virtud o de travesura”. Y a nadie escandaliza el reconocer que, ante el trabajo u obligaciones ineludibles o autoimpuestas, lo primero que sacrificamos es la familia; ese mismo principio es el que respalda el celibato en el catolicismo más ortodoxo.

En la familia nos desinhibimos, nos quitamos la máscara, nos manifestamos tal como somos, sin los rituales hipócritas que exhibimos en sociedad. Así puede ocurrir lo que pensaba Ugo Betti en The Inquiry: “Creo que la familia es el lugar donde suceden las cosas más ridículas y menos respetables del mundo”.

La pluralidad en la familia genera discordia, la cual resulta especialmente dolorosa cuando intentamos crear puentes colgantes entre islas muy distantes. Samuel Butler expresaba su sufrimiento en Elementary Morality al confesar que “de la familia proviene más infelicidad que de cualquier otra fuente, especialmente cuando se intenta prolongar las conexiones familiares indebidamente y hacer que las personas se unan de forma artificial como nunca lo harían con naturalidad”. Robert Frost decía que “las familias se rompen cuando las personas toman caminos sin intención y se pierden en caminos con pretensión”. August Strindberg, en The Son of a Servant, habla de la familia como “el hogar de todos los males sociales; una institución caritativa para mujeres indolentes; un taller de prisión para el sostén de la familia esclavizada y un infierno para los niños”; y, refiriéndose irónicamente a la sagrada familia, afirma que es “el supuesto hogar de todas las virtudes, donde los niños inocentes son torturados por sus primeras mentiras, donde las voluntades son rotas por la tiranía de los padres, y el respeto por sí mismos es sofocado por egos hipertróficos”.

En este mosaico de opiniones quebradizas, T.S. Eliot pone un poco de poesía tomada de The Elder Statesman: “No hay vocabulario para el amor dentro de la familia; el amor que vive, pero no mira; el amor en cuya luz se ve todo; el amor dentro del cual todo amor encuentra expresión; ese amor silente que habla por sí mismo”. Lo cierto es, como decía Leo Tolstoi en Anna Karenina, que “las familias felices son todas iguales; y cada familia infeliz es infeliz a su manera”. Y no es menos cierto, según George Bernard Shaw, en Everybody’s Political What’s What, que “la paternidad es una profesión muy importante: pero nunca se impone ninguna prueba de aptitud para ejercerla en interés de los niños”. En cualquier caso, “la familia es la prueba de la libertad; porque la familia es lo único que el hombre libre hace por sí mismo y para sí mismo”, como afirmaba G.K. Chesterton en Fancies versus Fads.

Aunque un sector despistado de la juventud desprecie los consejos de Confucio, por viejo y distante, no debiera ignorar lo que dijo el sabio chino VI siglos antes de Cristo: “La edad de los padres debe ser recordada, tanto por alegría como por ansiedad”; y nadie debiera olvidar, por defectuosa e imperfecta que sea, que la familia es lo único que te queda cuando todos se han ido.

12 dic 2021 / 01:00
  • Ver comentarios
Noticia marcada para leer más tarde en Tu Correo Gallego
TEMAS
Tema marcado como favorito
Selecciona los que más te interesen y verás todas las noticias relacionadas con ellos en Mi Correo Gallego.