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Estamos necesitados de líderes

El éxito o el fracaso de un país está en la educación y mentalidad de su gente. Sus líderes son el reflejo de quienes los han elegido. Toda sociedad es un espejo de sí misma, aunque las pinturas rupestres de la ideología intenten deformar la realidad y vestirla con ornamentos tóxicos de colores. Vivimos en tiempos de escasez, donde ni siquiera opinar es del todo libre, porque cada perro tiene su collar; pero conservamos la decisión del voto, en condiciones de “nueva libertad”, descafeinada por la penuria de unos, el miedo de otros y la incertidumbre de casi todos. La especie humana, como manada, siempre ha necesitado de líderes. La propia historia del hombre es la historia de sus líderes, desde los religiosos a los políticos, que han escrito la historia, cada uno a su manera, y la de sus seguidores, que la han interpretado a conveniencia.

Al líder se le puede elegir con la cabeza o con la víscera; los que gobiernan por imposición nunca sabrán donde está la frontera entre el liderazgo y la tiranía; y los que lo hacen por accidente, salvo gloriosas excepciones, siempre han sido una desgracia colectiva. Fisher Ames llegó a decir que la gloria de un país está en la virtud de sus grandes hombres y que su prosperidad depende de la docilidad con la que se aprende su ejemplo.

En su tratado de Política, Aristóteles dejó claro que “quien no ha aprendido a obedecer nunca sabrá mandar”. Antes que él, Confucio había dicho que “el hombre superior es fácil de servir y difícil de complacer”. Cicerón volvió a redundar en la idea de que “quien manda eficientemente debe haber obedecido a otros con anterioridad, y quien obedece con lealtad se merece mandar algún día”. William Shakespeare señaló que “no todos podemos mandar”. Para mandar hay que saber obedecer y, como diría Publio Siro, “cualquiera puede coger el timón cuando el mar está en calma”. Para Napoleón Bonaparte “el líder es un repartidor de esperanza”; y cuanta más miseria más necesidad de redentores.

Cada momento de nuestra historia tiene sus vicisitudes. En el presente no abunda ni la intelectualidad comprometida ni los hombres de estado capaces de ver más allá de una legislatura. Dice James F. Byrnes, que en un mundo complejo y problemático como el actual hace falta un liderazgo inspirado y entrenado, capaz de hacer frente a la incertidumbre y el miedo, dedicado a pensar en los demás en vez de en uno mismo y sus afines. Sin embargo, las cualidades que deben adornar a un líder actual no son diferentes de las que lucieron otros líderes de antaño. La especie es la misma; los vicios son similares; las guerras por el poder son idénticas; la moral no ha mejorado; y en los últimos 10.000 años no hay evidencia evolutiva en la gestión de las emociones o las tendencias salvo en las impuestas por el látigo.

Según Stanley C. Allyn, el liderazgo implica recordar los errores del pasado, analizar los logros del presente y prever los problemas del futuro. El líder tiene que ser maduro. Para William J.H. Boetcker “el hombre que merece ser líder no debe quejarse de la estupidez de los que le rodean, de la ingratitud de las masas o el desprecio del público; esto forma parte del juego y el saber afrontarlo es una prueba de poder”. El líder no debe olvidar, como diría Lord Byron, que “cuando pensamos que mandamos, la mayoría somos mandados”, por fuerzas misteriosas que condicionan nuestras decisiones o por imperativos materiales que hacen posible la supervivencia.

El General Charles de Gaulle, ilustre visitante de Cambados el 5 de junio de 1970, solía decir que “al líder se le recuerda menos por la utilidad de lo que ha logrado que por el alcance de sus esfuerzos”. John W. Dodge describe las cualidades del líder: tomar decisiones rápidas; ser independiente; actuar y mantenerse firme; ser un luchador; hablar abiertamente, con franqueza, sin tapujos; objetivar las lecciones; cooperar; coordinar; usar lo mejor de cualquier alianza y aliarse con los mejores; caminar con fe y coraje; rodearse de gente fiel; conocer, amar y defender los intereses de sus partidarios; ser leal, verdadero y transparente; recompensar la lealtad; tener un propósito y altos ideales; hacer justicia; amar la misericordia y no temer a nadie, salvo a Dios. Este espécimen imposible en la fauna política actual debería saber, además, como ironizaba James Crook, que “quien quiere dirigir la orquesta tiene que dar la espalda al público”; y no olvidar que “si mandas inteligentemente serás obedecido con alegría”, como apuntaba el galeno Thomas Fuller. Lamentablemente, por razones varias, hoy adundan los mercenarios y los asalariados de la política. Vocación de servicio, poca. Necesidad, mucha. Quien huye de su profesión para refugiarse en la política difícilmente puede ser útil a la comunidad con su nuevo oficio, obviando maximalismos.

El buen líder tiene que diferenciar con nitidez lo que debe ser de lo que nunca debe aparentar. Tiene que saber demostrar compromiso con aquellos que van a avalar sus decisiones con sus votos y darle un salario con sus impuestos. Todo el mundo sabe, desde antes de Maurice Barrés, que “el político es un malabarista que mantiene su equilibrio diciendo lo contrario de lo que hace”. Nikita Khrushchev lo escenificaba diciendo que “los políticos prometen puentes donde no hay ríos”. Puede que casi todos mientan, pero lo verdaderamente cierto es que no todos los políticos tienen pasta de líderes, aunque a todos les encante ser buenos imitadores. En política hay caras y caretas. La imagen es una máscara efímera que se destiñe con el tiempo. La historia no respeta el cargo sino las obras que adornan la posteridad.

El líder no se oculta tras las siglas; luce su personalidad; exhibe sus galones de servicio a la comunidad. “Un gran líder nunca se posiciona por encima de sus afines excepto en la asunción de responsabilidades”, contaba Jules Ormont. “Los mejores líderes son aquellos que se rodean de los mejores”, declaraba Amos Parish. El líder no se esconde en la desgracia ajena para justificar sus errores, su inacción o su cobardía. “El liderazgo es acción, no posición”, decía Donald H. McGannon. El líder representa un propósito, un plan de futuro, una capacidad de cambio adaptado a los tiempos y necesidades de sus ciudadanos. Los líderes del presente, con los tiempos que corren, deben tomar nota de lo que apuntaba Niccolo Machiavelli: “No hay nada más difícil de manejar, más peligroso de realizar o más incierto en su éxito, que tomar la iniciativa en la introducción de un nuevo orden de cosas”. La entelequia de la “nueva normalidad” pasará factura a sus creadores. Que le pregunten a Maximilien Françoise Robespierre, el jacobino incorruptible, víctima del terror que sembró, que hablando de líderes decía que “las dos características del líder son: primero ir hacia alguna parte; y segundo, persuadir a otros para que te sigan” (aunque no sepan hacia dónde van).

Voltaire anticipó (no con mucho éxito) que “el derecho a mandar ya no es privilegio de la naturaleza o la herencia sino del trabajo y el coraje”. El líder sabe de sufrimiento, sacrificio, abnegación, entrega... reniega del señoritismo del poder fútil. El líder sabe remangarse cuando hay que bajar al barro para socorrer, para salvar, para experimentar la necesidad; pero no vive en las alcantarillas ni se nutre en las cloacas del poder. El líder respeta al adversario; no precisa de difamación o calumnia para mostrar superioridad moral; no recurre al exterminio psicológico para vencer. El líder convence por ser un referente de ejemplaridad.

Para Tácito, razonamiento y juicio son las cualidades de un líder. R. Shannon expande las huellas del liderazgo a aquellos capaces de mantener la cabeza fría en situaciones de emergencia, conservar la templanza en medio de la excitación y negarse a ser arrollados por el fracaso. Por muchos adornos y fetiches que podamos colgarle al líder, los verdaderos líderes, los líderes reales son gente corriente con gran determinación, de acuerdo a la rebaja de laureles que hace John Seaman Garns.

El líder adusto es aquel en cuyo ideario no falta la educación, el trabajo y la justicia. La educación es el pilar sobre el que asienta la fortaleza de un país; el trabajo es la fuerza que le impele al progreso; y la justicia es la norma de convivencia que le permite vivir en paz y armonía. Sin esas tres patas no hay banqueta que aguante a ningún líder. Saber elegir líder es un ejercicio de inteligencia personal con consecuencias colectivas.

11 jul 2020 / 20:51
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