Santiago
+15° C
Actualizado
sábado, 10 febrero 2024
18:07
h

¡Explíquelo Ud. como yo le digo!

Los ejemplos son los razonamientos de quienes no saben razonar, o lo que es lo mismo, los argumentos de los tontos. Para ser tonto no hay que recibir un diagnóstico, basta con decir tonterías, como acertadamente señalaba Forrest Gump. Hay muchas maneras de decir tonterías. Puede hacerse de modo natural, esporádica o sistemáticamente, y aunque todos nosotros decimos tonterías de vez en cuando, sin embargo solo unos pocos pueden hacerlo con autoridad, imponiendo las suyas a las de los demás, o haciéndolas pasar por verdades, e incluso normas de obligado cumplimiento.

Todas las tonterías tienen una raíz común, que no es otra que la de confundir las cosas haciendo que una parte sea igual al todo, considerando como idéntico lo que es solo semejante, confundiendo las palabras con las cosas y los símbolos con lo que simbolizan. Como todo en la vida, decir tonterías no es nada fácil, requiere entrenamiento, aprendizaje, y supone la adquisición de unas ciertas habilidades y competencias que permitan decir las tonterías a favor de uno mismo, aprovechando la ocasión oportuna. Por definición cualquier tontería está fuera de lugar y acaba por perjudicar a quien la dice. En eso no hay nada malo, lo malo es que quien dice y hace tonterías amparado en su autoridad perjudica a los demás, como podemos comprobar día a día.

El desarrollo de las técnicas y las ciencias permite actualmente sustituir los ejemplos por imágenes y grabaciones de todo tipo. Y gracias a ello se pueden decir y hacer cada vez más tonterías. Se puede ya decir una tontería sin tener que hacer el esfuerzo de inventarla, porque se pueden hacer capturas y descargas de toda clase de ellas en la red, en la que también se puede encontrar millones de cosas que no son tonterías, por cierto. Lo que pasa es que para distinguir lo que es una tontería de lo que no lo es se requiere tener criterio y hacer un esfuerzo. Y en la red, como en el resto del universo, la energía se disipa, perdiéndose poco a poco. En la red, como en la economía, la moneda mala desplaza a la buena, y en ella todo se reproduce por imitación.

La pasión por las tonterías en una de sus formas es ya una pandemia a la que podríamos denominar como el culto a lo digital. Los miembros de esta nueva y cosmopolita iglesia no son los ingenieros informáticos y electrónicos, ni los científicos. Ni siquiera los banqueros, los militares, o los políticos, sino aquellas personas que suelen ser meros usuarios de la informática pero que creen ser Bill Gates por saber manejar cuatro programas de ordenador.

Un ordenador es una compleja y maravillosa herramienta que pueden mejorar o perjudicar la vida de las personas según como se utilice. Lo que no es un ordenador es la realidad, ni su sustituto, aunque así se quiera hacer ver en el caso de la enseñanza.

La enseñanza es una forma de comunicación social y de transmisión de la información. Esa forma de comunicación forma parte del mundo real, del mundo de las personas de carne y hueso. Varía con las personas, y lo que en ella se transmite, se transmite mediante unos medios inseparables del contenido de lo que pretende enseñar.

No nos comunicamos solo enviando mensajes. En el proceso comunicativo existe una dimensión a la que los lingüistas y filósofos del lenguaje llaman pragmática, que consiste en lo siguiente. Cuando hablamos lo hacemos en un contexto, en un espacio y tiempo concretos. Las palabras no solo dependen de ese contexto, sino también de las personas que las dicen. Si entro en un edificio para que me hagan una operación y ese edificio es un banco, me harán una transferencia; si es un quirófano me abrirán con un bisturí. Y un grupo de operaciones especiales no es un club de cirujanos de élite, sino de soldados capaces de llevar a cabo difíciles tipos de combates.

A veces la información es proporcionada casi exclusivamente por el contexto. Puedo comprar fruta en un país cuyo lenguaje desconozco metiéndola en una bolsa y enseñando un billete. El contexto determina el acto que estoy haciendo y deja claras mis intenciones. Otras veces el contexto no solo permite utilizar apenas palabras, sino que el sentido de lo que se dice solo es comprensible en él. Si entro en un bar y digo “uno solo”, no le quiero decir al camarero que veo a un hombre que está solo, sino que quiero un café sin leche. Esta frase dicha fuera de este contexto no tendría sentido, y a nadie se le ocurriría comenzar a hablar de la soledad al escucharla, a menos que fuese un apasionado por las palabras que acaban en -dad: “presencialidad”,“ interactividad”, “conectividad”...

Un aula, sea del tipo que sea, es un espacio que crea un contexto comunicativo. En ella profesores y alumnos participan durante mucho tiempo en un conjunto de prácticas sociales, intercambios verbales y actividades intelectuales que se llaman enseñanza. Hay docenas de aulas posibles: de dibujo, de cine, de informática, de anatomía. Y también laboratorios, fábricas, talleres, vehículos de todo tipo pueden utilizarse como aulas, como la propia naturaleza: el mar, las montañas, los bosques, los ríos o el espacio exterior, si queremos aprender astronomía. Y es que un aula no es solo un conjunto de bancos en los que los alumnos deben permanecer inmóviles y en silencio escuchando al profesor, que lee o dicta unos apuntes. Así era en la Edad Media, en cuyas universidades a los profesores se les llamaba dictatores o lectores, porque leían un texto que los alumnos copiaban. Como no se había inventado la imprenta casi nadie podía comprar libros, pues los códices escritos por calígrafos tenían un precio imposible. La aparición del libro permitió cambiar la enseñanza para mejor, de la misma manera que su deseada desaparición impuesta por las autoridades educativas la empeora a ojos vistas.

El estado de alarma, en el que nadie aprendió nada, ni el gobierno, ni los ciudadanos, ni casi los estudiantes -como todos los profesores saben- dio a luz a una palabra: “presencialidad”, con su prima -no sabemos si primera o segunda- la “semi-presencialidad”. No vimos nacer curiosamente al esperado pariente: la “virtualidad”, pues en este caso el neonato cambió de género para pasar a ser “virtual” y además secundario, porque virtual es adjetivo, como telemático, redimiéndose de su machista subordinación al sustantivo, ya que la que fue virtual o telemática fue la docencia, femenina ella. Una palabra que vino a matar a la enseñanza, dando a luz a dos nuevas especies humanas: la discente y la docente, que interactúan en el aula como las partículas en los aceleradores.

Como el arte y la ciencia de la tontería permite hacer igual lo que es semejante, confundir el todo y la parte, las palabras y las cosas y el símbolo y lo simbolizado, nació la idea de que la enseñanza real, o sea de carne y hueso, podría ser perfectamente sustituida por un placebo digital, como el porno sustituye al sexo. No se trataba de pedir que se utilizasen ordenadores cuando hace falta y como ya se hacía, es decir, con imágenes de todo tipo, planos, esquemas o proyecciones audiovisuales cuando hacía falta. No, se trataba de decir que todo se sustituyese por un ordenador, que es la nueva realidad.

Dejando a un lado la increíble capacidad de almacenamiento y procesamiento de datos y la capacidad de cálculo de los ordenadores, en sus pantallas podemos ver de todo: cosas agradables, desagradables, e incluso repugnantes. Pero lo que vemos no es la realidad: son imágenes, planos sucesivos que deben ser montados, y filmados con una o varias cámaras. De la misma manera que una novela no son palabras en fila, un video de lo que sea, o un anuncio publicitario, es una construcción visual que transmite un mensaje en un contexto y para unas personas concretas.

Cualquiera lo sabe, pero parece que las autoridades no. No quieren reconocer que toda la enseñanza se puede hundir, como ha ocurrido en docenas de catástrofes y guerras, y como se ha hundido la economía, y por eso quieren obligar a los profesores a dictar apuntes ante una pantalla a alumnos que no pueden ver, y además hacerlo así, a pelo, sin montajes que puedan permitirles combinar lo que explican y las imágenes que estén utilizando, porque no están haciendo un documental ni tienen un regidor de montaje.

Esta desesperada medida nace del pánico ante el abismo y de algo mucho peor, de la idea de que los alumnos no utilicen libros, como en el resto de las universidades del mundo, de que no tengan autonomía para trabajar, y el profesor tampoco. De que la enseñanza sea una transmisión mecánica de lemas e ideas simples, que prime la forma sobre el contenido y que cada vez tenga menos que ver con la realidad y más con un control, directo o remoto, que permita acabar con la libertad.

20 sep 2020 / 00:00
  • Ver comentarios
Noticia marcada para leer más tarde en Tu Correo Gallego
TEMAS
Tema marcado como favorito
Selecciona los que más te interesen y verás todas las noticias relacionadas con ellos en Mi Correo Gallego.