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La familia empresaria

    CUENTAn las crónicas que Tolstoi, durante una cena en la casa de Pushkin, conoció a María Hartung, su primogénita, y que, a raíz de un sueño efímero con su aristocrático codo desnudo, creó el inmortal personaje de Anna Karenina. Ya la semana pasada dejamos constancia en esta columna de la importancia social recién adquirida por el codo –aunque viene de lejos, por lo que se ve–; así que, para no aburrir, hoy hablaremos de otra cosa. Trayendo para ello a colación la novela del genial ruso a recibo de su famoso comienzo, la célebre frase “todas las familias felices se parecen; las infelices lo son cada una a su manera”.

    Como nuestra columna –según hemos venido señalando desde el inicio de su andadura, hace ya algunas semanas– es fruto de una colaboración con el Club de Consejeras de la Asociación Gallega de Empresa Familiar, continuaremos precisamente en esa línea, moviendo este domingo con intención el foco desde la empresa familiar, hacia la familia empresaria. Habrá que ver si –como predicaba Tolstoi de cualquier familia– todas se parecen, o lo son cada una a su manera.

    CIertamente, estos tiempos atrabiliarios no acompañan mucho a la felicidad empresarial, al menos, en general. A lo largo de estos más de siete meses que llevamos ya amortizados de 2020, durante casi seis, la noticia de primera página en toda la prensa nacional ha sido protagonizada absoluta e indiscutiblemente por la pandemia mundial que ha desatado la covid-19. Raras excepciones, como las elecciones gallegas, la explosión de Beirut o la que recuerda vagamente al título de otra conocida novela (ésta, de Torrente Ballester) han podido, a duras penas, eclipsar el fulgor del tristemente célebre virus que regresa, semana tras semana, para recordarnos lo que, por otra parte, todo el mundo ya sabe: vivimos circunstancias de una excepcionalidad inaudita.

    Ante tal situación, desde esta columna, hemos venido insitiendo con modestia en la necesidad de arrimar el hombro –codos fuera– y de poner en valor los recursos inmediatos y cercanos de que disponemos en nuestra comunidad, dado que –huelga insistir en ello, pero todo énfasis resulta insuficiente– las perspectivas económicas a corto plazo que augura el futuro no son de lo más halagüeñas.

    Casandras aparte, en este desabrido escenario, muchas miradas se giran hacia las empresas familiares dado que, según estudios solventes, representan casi el 90 por ciento del tejido corporativo del país. Se las percibe como referentes más próximos y vinculados al propio territorio que otras grandes empresas más tendentes a buscar ante todo la rentabilidad y el beneficio de sus accionistas, deslocalizando sin remordimiento alguno los sistemas de producción a la menor sombra de crisis –como muestra un ejemplo reciente en Cataluña, y los que posiblemente vendrán–. Dicho de otro modo, viven de forma más íntima e intensa la responsabilidad social corporativa.

    De hecho, el Decálogo al respecto auspiciado por el Club de Consejeras de la Asociación Gallega de Empresa Familiar subraya en su “primer mandamiento” que las mismas “contribuyen no solo a incrementar nuestra riqueza, ya que pueden verse en sí mismas como un legado de cara a las generaciones futuras, siendo fuente esencial de trabajo y de integración social y, además, embajadoras de nuestra cultura, tradiciones y buen hacer más allá de nuestras fronteras”.

    Ahora bien, en coloquios o seminarios, muchas veces buscando la analogía con si fue primero el huevo o la gallina, se formula la pregunta: ¿qué es primero: la empresa familiar o la familia empresaria? Evidentemente, sin la una, no hay la otra; pero es la familia empresaria la que marca la diferencia entre una compañía u otra. La fuerza de la familia unida en la propiedad y en la gestión es la que marca la diferencia.

    Es la familia la que toma la decisión de no deslocalizar, de no llevar a cabo un ERTE –o que, de haberlo, al menos no llegue a ERE–, de dedicar más esfuerzos a la responsabilidad social corporativa, o a la sostenibilidad. Y es la familia la que quiere transmitir un legado a la siguiente generación; un legado no solo de propiedades, si no de valores, de forma de hacer las cosas, de tomar decisiones sin una visión cortoplacista. Posiblemente, merece la idea del legado de la empresa familiar –e, incluso, de ella misma como legado– transmisible a las generaciones venideras una reflexión que excede los límites y el tono de esta columna. Queremos tan solo destacarla por su carácter eidético, nuclear para la responsabilidad social corporativa, en cuyo marco la empresa familiar trasmite sus propios valores, muchas veces intangibles, más allá del económico.

    En definitiva, la FAMILIA –con mayúsculas– que actúa como empresaria, profesionalizando su negocio y creando un proyecto rentable y de futuro -un legado- lleva en su ADN la clase de responsabilidad social que implica una colaboración intensa con la comunidad que la rodea, tan necesaria en este momento de urgencia. Una familia empresaria que, de alcanzar el éxito, puede incluso llegar a ser denostada por ello, pareciendo que su triunfo vino solo, sin duro trabajo o riesgos detrás; aunque para conseguirlo hubiera debido, en ocasiones, poner en peligro su propio patrimonio, normalmente vinculado a la actividad empresarial.

    De todos modos, ser fiel a los propios principios parece más honesto que venderse en función del qué dirán; y resulta más fácil ser feliz cuanto más honesta sea nuestra conducta. En fin, ya dice otro refrán muy popular que solo el dinero no da la felicidad. Cuánta cordura, en verdad, rebosa el refranero.

    (*) Elena Rivo es profesora del

    Departamento de Organización

    de Empresa y MK de la UVigo.

    Miguel Michinel es profesor de

    Derecho Internacional

    Privado de la UVigo

    16 ago 2020 / 00:15
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