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La primera piedra

    En Galicia, múltiples calles, plazas y edificios están bautizados con el nombre de la ilustre ferrolana Concepción Arenal, cuyo padre, militar castigado por su ideología contraria al absolutista Fernando VII, murió en la cárcel a causa de ello. Tal vez por esta razón luchó su hija para convertirse en la primera mujer que obtuvo el título de visitadora de cárceles en España, dado que su asistencia también pionera a las clases de Derecho en la Universidad de Madrid -disfrazada de hombre, hasta que fue descubierta- no se vio recompensada con un diploma, al no permitírsele hacer los exámenes correspondientes.

    Además, es conocido el interés de la escritora -con pensamiento concorde a los cánones de la época- por la beneficencia, la filantropía y la caridad, que cristalizó en su obra de idéntico título, presentada con seudónimo -masculino, por supuesto- al certamen de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, ganándolo en 1869 y editándola en 1861. Justo el mismo año en que se aprueba construir la nueva cárcel de Vigo -ciudad donde fallecería años más tarde la autora- proyecto del arquitecto José María Ortiz y Sánchez, hoy Museo de Arte Contemporáneo, ejemplo de la arquitectura carcelaria panóptica ideada por el filósofo Jeremy Bentham hacia fines del siglo XVIII.

    El objetivo de las cárceles panópticas era permitir al guardián, guarecido en una torre central, observar a todos los prisioneros, recluidos en celdas individuales alrededor de la atalaya, sin que estos puedan saber si son observados. Esta clase de teoría sirvió de base a los estudios desarrolladas por Elton Mayo, en 1955, cuando analizaba antiguos experimentos realizados, entre 1924 y 1932, en una fábrica de la Western Electric a las afueras de Chicago. Su trabajo tomó el nombre de la compañía impulsora, Hawthorne Works, una fábrica-ciudad donde la filantropía empresarial buscaba conjugar la mejora de la calidad de vida de los obreros con su rendimiento económico.

    Así, se conoce como “efecto Hawthorne” la forma de reactividad psicológica por la cual los participantes en un experimento modifican algún aspecto de su conducta por el mero hecho de saber que están siendo observados; modelo sobre el que se basan programas de telerrealidad estrenados al filo de este milenio, como el “Big Brother” que gobierna a la orwelliana Oceanía en 1984, copando las pantallas de propaganda y grandes murales del partido único. La conocida película de Peter Weir “The Truman Show” (1998) se basa en el mismo concepto, aunque su protagonista solo conoce al final de la cinta que su existencia ha estado expuesta al público mundial durante toda su vida.

    En el marco de nuestras reflexiones sobre la filantropía, que nutren el discurso central de esta columna, no se puede obviar que buena parte de la crítica que sufre esta figura deriva de la actitud pretendidamente hipócrita de quien la lleva a cabo; por el mero uso de una palabra que implica generosidad, pero esperando y obteniendo reconocimiento (económico, fiscal, de imagen, etc.). Reminiscencias de un carpetovetónico empleo, de cuando los empresarios invertían generosamente en arte, salud o ciencia, pero sin mostrar igual altruismo para los derechos de sus trabajadores. Esto es, actuando hipócritamente, con una cara para la sociedad que los observa y otra para su empresa, cuando están menos expuestos.

    Esta desconfianza hacia las personas que practican la filantropía no resulta justificable hoy en día más que como un prejuicio atávico. En la actualidad, resulta más difícil que nunca deslindar tal actividad de la buena fama que engendra, pues, como se ha dicho, se trata de un fenómeno que se retroalimenta: “la filantropía genera una buena imagen pública y viceversa, la imagen pública usa la filantropía para mantener o aumentar su estatus”. Cuántas personas famosas emplean su celebridad en el apoyo de causas (pretendidamente) buenas, al mismo tiempo que así, ciertamente, se mantienen en el candelero. Do ut des con difícil escape, como en tantas circunstancias de la vida.

    Desde una visión actual y pragmática, el hecho de que alguien practique la filantropía simultaneándola con otras utilidades (por ejemplo, emplear la cooperación al desarrollo para mejorar su imagen, o con fines tributarios), no debería prejuzgarse sin más como hipocresía, sin analizar otros aspectos derivados de su acción: motivación, financiación, legitimidad, hegemonía, etc. Conviene recordar que, incuestionablemente, siempre quedará en manos del legislador decidir si y, de ser el caso, cuáles son los beneficios que otorga a la actividad filantrópica. Ya tratamos este asunto cuando hablamos, en una columna anterior, de las denominadas “inversiones de impacto”.

    Un conocido libro condena la hipocresía de que hablamos, al señalar “que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha” (Mateo, 6:3-4). Pero también dice que “de más estima es la buena fama que las muchas riquezas; y la buena reputación más que la plata y el oro” (Proverbios, 22:1). Parecida actitud la de quien censura la opulenta vida de los famosos fascinándose al contemplarla y la de quien critica al filántropo por intentar legitimar así su fortuna. Ya dejó escrito Concepción Arenal en su obra citada que “las hipócritas seguridades de la caridad oficial dejan al egoísmo la ventaja de mantenerse indiferente sin parecer cruel”. Antes de condenar a empresas por intentar mejorar su imagen con proyectos de filantropía, conviene recordar: quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

    06 jun 2021 / 01:00
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