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Libertad en jaulas de dependencia

La libertad es un artículo de lujo que casi todos desean y casi nadie disfruta. Como todo lo valioso, es de una gran fragilidad; como todo lo importante, está sujeta a múltiples interpretaciones, con definiciones muy poéticas y realidades muy prosaicas.

En un discurso del 26 de febrero de 1877 sobre The History of Freedom in Antiquity, Lord Acton decía: “La libertad, junto a la religión, ha sido el motivo de muy buenas obras y el pretexto de muchos crímenes”. Ambrose Bierce tira de ironía para definir la libertad como “una de las posesiones más despiadadas de la imaginación”; y no se queda atrás Thomas Fuller con aquello de que “es mejor una libertad flaca que una esclavitud obesa”, quizá parafraseando a Esopo, que ya en la fábula del perro y el lobo decía: “Mejor morir de hambre libre que ser un esclavo gordo”.

Para algunos, la libertad es un mero estado mental, con matices. Es el caso de Mohandas K. Gandhi o el de Elbert Hubbard, que entendían la libertad como una proyección de la mente a la que hay que alimentar. James Baldwin, en Nobody Knows my Name, sostiene que “la libertad no es algo que se le pueda dar a nadie; la libertad es algo que la gente toma y la gente es tan libre como quiere ser”. Epicuro, en sus Vatican Sayings, interpreta la libertad como el fruto más grande de la autosuficiencia; pero la libertad se practica con otros y tiene lindes que no todo el mundo acepta. Suena bien la advertencia de André Gide en The Immoralist: “Saber liberarse no es nada; lo arduo es saber qué hacer con la propia libertad”.

El niño quiere ser libre para disfrutar de la desobediencia y burlar la educación que impone rectitud porque ignora las barreras de lo posible y lo conveniente. El adolescente quiere ser libre para lanzarse a las praderas de la experiencia, trotar como un potro salvaje, embestir yeguas y romperse la crisma contra el estupefaciente de moda, cuanto más prohibido mejor. La mujer quiere ser libre para deshacerse del yugo de lo que huele a masculino; quiere ser madre cuando le convenga, aunque sus ovarios poliquísticos o su útero miomatoso le impongan barreras, que puede salvar la química, aunque las consecuencias sean huérfanas. La madre quiere ser libre cuando la crianza la esclaviza, la ata al poste del hogar. Los amantes quieren ser libres para no convertirse en cotos privados de caza, aunque los nidos puedan ser ocupados por cualquier alimaña.

El trabajador quiere ser libre para organizar su tiempo, para no verse atado a una cadena de montaje donde la fabricación en serie, si tiene fallos, puede costar vidas. El sindicalista quiere ser libre para enfrentarse al capital, para desafiar al poder empresarial, aunque su aventura cueste despidos y cierres. El manifestante quiere ser libre para decir lo que le apetezca a la hora más inconveniente y en el lugar donde más daño hace al resto de los ciudadanos. El grafitero quiere ser libre para pintar su ideología en cualquier pared, sin importarle la propiedad. El periodista quiere ser libre para adornar la noticia e hipertrofiar su proficiencia, aunque los caminos que le conducen al foco de interés mediático sean tortuosos.

El juez quiere ser libre para interpretar la ley a su antojo. El empresario quiere ser libre para fijar beneficios en el umbral de su interés, para poner y sacar piezas a capricho -sin costo-, y para driblar los abusos de Hacienda. El político quiere ser libre para imponer su doctrina, para pegarse al sillón del poder, aunque la historia lo maltrate. El abuelo quiere ser libre para disfrutar de su jubilación, aunque sabe que perdió el sitio en casa y le han hecho reserva en el asilo al que ahora llaman residencia geriátrica.

Todo deseo de libertad tiene peros; y toda libertad tiene un precio que pocos pueden pagar. En un discurso sobre el derecho de elección del alcalde de Dublin, el 10 de julio de 1790, John Philpot Curran advertía a los irlandeses que “la eterna vigilancia es el precio de la libertad”. George Bernard Shaw comenta en Maxims for Revolutionists, un capítulo de Man and Superman: “Libertad significa responsabilidad; es por eso que la mayoría de los hombres la temen”. El resto, la confunden.

El niño que burla la educación acaba siendo víctima de la desobediencia porque desconoce los límites de su libertad individual. La libertad del adolescente es una quimera atávica mientras tenga que ser mantenido por sus padres. La libertad de la mujer está sujeta a su biología y a su opción por la maternidad. La libertad de los amantes que se asfixian en el amor es un autoengaño al compromiso y a la fidelidad. La libertad del trabajador es una atadura a su actividad laboral. La libertad del sindicalista es una fantasía adherida al poste ideológico de sus consignas. La libertad del manifestante es una condena al ciudadano al que no permite vivir con normalidad y hacer uso de la suya. La libertad del anciano es una piedra al cuello que le hunde en la ciénaga de la marginación y el abandono, camino del camposanto.

La libertad de expresión del periodista está sujeta a unas fuentes, que no siempre son fluidas ni transparentes, porque toda fuente tiene un sesgo en el manantial de la víctima. La libertad de los de pluma fácil y lengua viperina es la condena social de muchos indefensos. En una sociedad perfecta y respetuosa, podría tener sentido el deseo naïve de Oliver Wendell Holmes en The Professor at the Breakfast Table: “El objetivo mismo de nuestras instituciones es precisamente este: que podamos pensar lo que nos gusta y decir lo que pensamos”. Hubert H. Humphrey, en un discurso a estudiantes de la National Student Association, el 23 de agosto de 1965 en Madison, Wisconsin, apuntilla: “El derecho a ser oído no incluye automáticamente el derecho a ser tomado en serio”.

La libertad de expresión mal concebida ha hecho colisionar a la prensa con no pocas murallas. El propio Sir Winston Churchill, en un speech en la Cámara de los Comunes el 13 de octubre de 1963 decía: “Todo el mundo está a favor de la libertad de expresión. Apenas pasa un día sin que se ensalce, pero la idea de algunas personas es que son libres de decir lo que quieran, pero si alguien dice algo en contra, eso es una barbaridad”. Aún debiendo ser la prensa el contrapoder capaz de poner en su sitio a muchos políticos, el haberse vendido al mejor postor o el haberse convertido en el altavoz de muchas falacias nacidas en las más hediondas cloacas, convierte a parte del periodismo en una diana moralmente explosiva. En sus Maxims, Napoleón llegó a decir, refiriéndose a la libertad de expresión, que “quien es capaz de decir cualquier cosa también es capaz de hacer cualquier cosa”.

La libertad del político es una farsa sometida al voto, condenada a la esclavitud del cortoplacismo cuando se inmola el espíritu de estado, que sólo da réditos cuando estás muerto. Franklin D. Roosevelt contaba a los estudiantes de la Universidad de Harvard el 18 de septiembre de 1936: “Nuestro gobierno se basa en la creencia de que un pueblo puede ser fuerte y libre, que los hombres civilizados no necesitan restricciones al abuso de la libertad”; y John F. Kennedy, en una reunión de la American Society of Newspaper Editors, celebrada en Washington el 20 de abril de 1961, se dirigía en estos términos a su audiencia: “Si la autodisciplina de los libres no puede igualar la disciplina férrea del puño enviado por correo, en las luchas económicas, políticas, científicas y de otro tipo, así como en las militares, entonces el peligro de la libertad continuará aumentando”. La libertad de un país se refleja en la mesura de sus gobernantes. Nadie lo dijo tan claro como Woodrow Wilson en un mitin el 9 de septiembre de 1912: “La historia de la libertad es una historia de limitación del poder del gobierno, no el aumento del mismo”.

Pocos políticos hoy entienden la libertad de esta forma, aún asumiendo que Wilson no dijese lo que pensaba. Napoleón negaba la mayor: “Para que un pueblo sea libre, es necesario que los gobernados sean sabios, y los que gobiernan, dioses”. Para mayor humillación, en La Peau de chagrín, Balzac escribía: “El despotismo logra grandes cosas de manera ilegal; la libertad ni siquiera se toma la molestia de lograr cosas pequeñas legalmente”. De forma parecida pensaba Charles Péguy en Basic Verities: “La tiranía siempre está mejor organizada que la libertad”.

La libertad del juez esta cercada por la precisión semántica de la ley. Montesquieu lo establece así en L’Esprit des lois: “Libertad es el derecho a hacer lo que permite la ley”; pero la ley, interpretada por hombres, de moral diversa, puede hacer demasiado laxa la libertad o puede hacer demasiado rígida la justicia. Albert Camus lo veía así en L’Homme Révolté: “La libertad absoluta se burla de la justicia; la justicia absoluta niega la libertad”.

El precio de la libertad siempre es especulativo. Todo lo que es libertad para unos es restricción para otros. En una cena en un bar de Charleston, el 10 de mayo de 1847, Daniel Webster, charlando con los comensales, manifestaba que “la libertad existe en proporción a cierta moderación”. En Götzen-Dämmerung, oder, Wie man mit dem Hammer philosophiert (Crepúsculo de los ídolos, o cómo filosofar con un martillo), Friedrich Nietzsche entiende la libertad como la voluntad de ser responsables con nosotros mismos. En un hermoso poema de 1843, titulado Stanzas on Freedom, James Russell Lowell plasma lo siguiente: “La verdadera libertad es compartir todas las cadenas que arrastran nuestros hermanos y, con corazón y manos, ser sinceros para hacer libres a los demás”. John Stuart Mill, en On Liberty, es más radical: “La libertad del individuo debe estar siempre limitada: no debe convertirse en una molestia para otras personas”.

Todos somos dependientes de algo o de alguien. Toda libertad está condicionada. Por lo tanto, la libertad es un estado de dependencia mutua que solo puede sostenerse sobre los cimientos del respeto, el equilibrio y el autocontrol. La libertad es un bien supremo, capaz de imponer autolimitaciones, diría Elbert Hubbard; a lo que Bertrand Russell añadiría: “Muy poca libertad trae estancamiento y demasiada libertad trae caos”.

13 mar 2022 / 01:00
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