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Lo que tú debes hacer

La búsqueda del orden es uno de nuestros instintos más básicos. Cuando despertamos y salimos del estado alucinatorio natural que produce el sueño buscamos la orientación para distinguir nuestro cuerpo del mundo exterior, el presente del pasado, a nosotros de los demás y para poder movernos en el espacio. Desde sus orígenes nuestra especie buscó el orden y la simetría en las técnicas, el arte y las formas de organización social, basadas en las distinciones por edades, géneros y grupos y jerarquías.

El placer estético deriva del hallazgo del ritmo y la simetría, visibles en las hachas de sílex del paleolítico, en las decoraciones con líneas rectas, círculos, zigzag, y que se puede también observar en las representaciones de danzas, que presuponen la existencia de la música y sus ritmos y melodías. Somos humanos porque hablamos y nuestras lenguas se rigen por normas muy rígidas que son de naturaleza inconsciente. Los niños aprenden a hablar sin estudiar gramática, porque poseen el instinto del lenguaje, lo que causaba el humorístico asombro de Moratín cuando escribía: “admiróse un portugués/ de ver que en su tierna infancia/ todos los niños en Francia/ supiesen hablar francés”, mientras que el estudio de esa lengua requería un gran esfuerzo para el adulto extranjero. Aprender un idioma exige conocer miles de palabras y saber construir frases del modo correcto. Las lenguas dan la impresión de ser muy autoritarias y por eso el lingüista R. Barthes decía con humor que “el lenguaje es fascista”.

No solo tenemos el instinto del orden, sino que además necesitamos conocer con la observación, la experiencia y el estudio cuál es el orden de la naturaleza, para poder cazar, pescar, sembrar y cosechar, de la misma manera que debimos aprender los ritmos de las estaciones para organizar nuestro tiempo creando nuestros calendarios.

Pero junto a todo estos tipos de orden hay otro que es muy especial, y es el llamado orden moral. Todas las culturas conocidas fijan normas de conducta para organizar el trabajo, repartir la riqueza, regular la vida sexual y el matrimonio, y para poder aprobar o censurar y castigar aquellas conductas que ponen en peligro la supervivencia del grupo. Esas normas puede estar escritas en forma de mandamientos, libros sagrados o códigos legales, pero en la mayor parte de los casos solo son normas tácitas, plasmadas en los usos consuetudinarios. No en vano seguimos admitiendo que la costumbre es una de las fuentes de nuestro derecho.

La moral y la ley se presentan bajo la forma de mandatos: “no matarás”..., y el origen de esos mandatos puede ser divino, como en el caso de las Tablas de la Ley recibidas por Moisés en el monte Sinaí, de los códigos legales del Antiguo Oriente, como el de Hammurabi, o de los preceptos morales del Evangelio o del Corán; o bien humano. Tal y como ocurría con la lengua que hablamos instintivamente sin conocer su gramática, de la misma manera nos comportamos siguiendo los preceptos morales guiados por la costumbre, o el hábito, que si es bueno se conoce con el nombre de virtud y si es malo con el nombre de vicio. El hábito es una segunda naturaleza, es nuestra naturaleza creada por la cultura, y en el caso del hábito, como en el resto de la vida social, uno de sus componentes es la imitación, la mímesis, a la que el sociólogo Gabriel Tarde dedicó en 1890 su libro Les Lois de l´imitation, por considerar que esa era su ley básica.

Si los preceptos morales tienen un fundamento religioso son muy fáciles de comprender. Yo me someto, o someto mis instintos y mis deseos, a las órdenes que Dios me da, unas órdenes que no puedo discutir. El problema viene cuando necesitamos dar un fundamento no religioso a la moral. Los filósofos optaron básicamente por tres vías: la normativa, la de la presión social y la del placer.

De acuerdo con la primera existiría una ley moral objetiva que debe regir nuestra conducta y es similar a la ley de la gravedad, que rige el universo. Esta es la solución de Kant. Esa ley se formularía de un modo muy sencillo: “obra de tal modo que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal”. Es decir, que cuando decido lo que voy a hacer debo saber qué pasaría si todo el mundo fuese a hacer lo mismo que yo. Por ejemplo: “ese coche me gusta y lo robo para que sea mío”. De acuerdo, pero como a mí me gusta el coche que tú robaste para que sea tuyo, lo robo para que sea mío, con lo que tendremos que enfrentarnos por la fuerza. Evidentemente este precepto sería inviable, porque de generalizarse, se destruiría la sociedad y volveríamos a la ley de la selva.

En realidad en la vida casi nunca estamos ante dilemas morales, porque normalmente actuamos siguiendo la costumbre que es una especie de moral colectiva. Yo no voy por la calle robando coches porque me lo plantee como un mandato moral; es que ni se me ocurre, ni a mí ni a casi nadie que no sea un ladrón por vocación o necesidad. Todos nos comportamos un poco como máquinas o como clones, y gracias a ello podemos prever cómo se comportarán los demás, y no tener que estar en constante alerta ni llevar pistola. Nuestra conducta además, dicen los filósofos de la tercera escuela, está orientada por la búsqueda del placer. Queremos el placer y evitamos el dolor, ya sea éste corporal, afectivo o intelectual. Una buena sociedad sería aquella en la que se consiguiese el mayor placer para el mayor número. Y no se trataría de una sociedad de juerguistas impenitentes, porque los placeres también tienen una jerarquía y un orden y los hay inferiores y superiores, sino de una sociedad regulada por otra ley, de la misma manera que la ley de la oferta y la demanda regula los mercados en los que todos intentan conseguir el mayor beneficio con el menor gasto.

Frente a estas concepciones de la moral se ha alzado una nueva: la del pensamiento políticamente correcto, que es un pensamiento que se niega a sí mismo como pensamiento, ya que no admite la crítica, y se limita a formular mandamientos que todo el mundo debe, no cumplir, sino imitar. Y es que la moral es como la moda: se lleva y punto. La moral políticamente correcta es la moral del narcisismo puro. Teóricamente no admite mandatos ni sumisiones de ningún tipo porque sus principios básicos son la absoluta libre elección de todo y la infinita capacidad de opinar sin seguir ninguna norma. Freud diría que se trata de la negación del principio de realidad y la reivindicación absoluta del principio de placer, característicos de la fase oral del desarrollo del niño.

El pensamiento políticamente correcto no solo carece de capacidad de autocrítica, sino además de capacidad de abstracción y por eso tiende a utilizar siglas en vez de conceptos y unas etiquetas, que son palabras pseudotécnicas que sustituyen a las de la lengua común, con el propósito de dar impresión de una profundidad imposible para quien quiere negar las dos bases sobre las que se construye el pensamiento: el respeto a los datos y la capacidad de argumentar.

La ley moral del pensamiento políticamente correcto incurre en una contradicción insalvable, pues se basa en dos principios. El primero dice: “obra de tal modo que no consientas que nada se interponga entre tu deseo y tu fin”. Debes hacerlo partiendo de que: “no existe ningún valor universal y objetivo que se te pueda imponer frente a lo que tú consideres adecuado para ti en cada momento”, pudiendo cambiar tu opinión al ritmo de tu deseo. Pero este primer principio tiene que complementarse con otro que dice: “debes asociarte con quienes compartan tu principio de la autodeterminación absoluta” y combatir, siguiendo las reglas del juego, a quienes nieguen este principio, y sobre todo a quienes defiendan el valor de lo universal, lo común y lo abstracto, pues todo eso es la base sobre la que se asienta la opresión, ya sea esta de origen político o religioso.

Formar una sociedad de sujetos que desean auto-determinarse de un modo absoluto es como crear un equipo de paseantes solitarios o un club social de anacoretas. Si además esa sociedad dice que va a luchar para defender sus principios respetando las reglas del juego político, a la vez que dice que no se debe respetar ninguna regla, caería en una flagrante contradicción, suponiendo que sus miembros supiesen qué es una contradicción. Parece que no lo saben, porque creen que se puede decir todo sin problema, pero sí que lo saben y por eso lo que en realidad hacen es imponer unos principios que no son principios mediante los dos medios a su alcance: la autoridad y la censura, ambas igualmente rigurosas que los mandatos divinos. Dios, sin embargo, tiene dos ventajas frente al pensamiento políticamente correcto: no hay que verle la cara todos los días, y además ya no es obligatorio creer en él. Si se admite la absoluta libertad de opinión, en ella también debería entrar esa creencia.

06 sep 2020 / 00:00
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