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Los límites de la ley

Hay tres clases de personas: las que cumplen la ley, porque creen que deben hacerlo y además no tendrían medios de violarla aunque quisiesen; las que la violan sin ningún complejo ni reparo; y las que la violan dentro de la legalidad, que suelen ser gente muy bien formada, o que está asesorada por otros que lo están. A ellos podemos añadir una cuarta clase, que también está formada por personas, pero por personas que se creen superiores a todas las demás: se trata de los legisladores y los gobernantes.

Los legisladores y los gobernantes que ocupan sus cargos como interinos o contratados temporales, lo que es el único consuelo que nos queda en democracia, se creen superiores a los demás por dos razones: porque pueden convertir sus deseos en leyes, mediante votaciones en la que además todo se puede pactar; y porque mandan, es decir, porque pueden aplicar las leyes del modo que consideren oportuno dentro de una legalidad que unas veces crean y otras no, porque la mayoría de las leyes vienen de muy atrás, pero que siempre interpretan de modo prácticamente inapelable.

Esto es así debido a la propia esencia de las leyes. Una ley es la plasmación de la voluntad de alguien: una persona concreta o una institución. Cada una de las leyes escoge una opción entre varias y decide que una cosa sea legal y las contrarias no. Todas las leyes dimanan de lo que se conoce como fuentes del derecho, y son esas fuentes las únicas que pueden hacer que su voluntad se convierta en una norma que hay que cumplir. Nuestra Constitución dice que las fuentes de derecho son: el Congreso, el Senado y el Gobierno. Es muy curioso, pero el Rey no es una fuente del derecho, al contrario que el presidente de los EE. UU., que puede dictar, por ejemplo “órdenes ejecutivas” muy similares a las que dictaban los reyes europeos antes del siglo XIX. Naturalmente si se le preguntase a la gente si cree que el Rey puede dictar leyes diría que sí, porque parece que tiene mucho poder. Y si se le preguntase si el Rey tiene más poder que el presidente de los EE. UU. o de Francia, dirían que sí, porque instintivamente se tiende a pensar que, como no ha sido elegido, es muy poderoso, al no ser ni interino ni contratado temporal.

La voluntad que creaba la ley en tiempos pasados podía a una asamblea de la ciudad, como la formada por todos los ciudadanos en la Atenas clásica, pero lo normal era que la ley dimanase de la voluntad del rey, considerado como portavoz de una divinidad. Éste fue el caso del faraón egipcio, de los reyes mesopotámicos, que promulgaron códigos, como Hammurabi, de los emperadores romanos y de los reyes de las Edades Media y Moderna, o de los Papas, aunque en estos casos muchas veces el poder del rey estaba controlado por las cortes, parlamentos o concilios.

La ley hace que la voluntad del legislador se convierta en norma, pero también crea la realidad. Los filósofos y los lingüistas nos explican que hay una clase de enunciados, o frases, que crean la realidad. Se les conoce como enunciados performativos o realizativos. Si un juez dice a una pareja “os declaro marido y mujer”, está creando una institución regulada por la ley en los derechos y obligaciones de sus miembros, que podrán convertirse en un embrollo llegado el divorcio, en el que a veces gana quien tiene razón y otras el mejor asesorado. Lo mismo pasa cuando un juzgado ordena ejecutar una hipoteca, o a una persona, si es que hay pena de muerte, o cuando se declara la guerra.

La voluntad de los legisladores y el poder de los gobernantes tienen unos límites, si existe el estado de derecho pleno. En las dictaduras de la antigua URSS, China comunista o Corea del Norte, entre otras, ni la ley ni el poder del gobernante tenían límites. En otras, como el nazismo, el fascismo o el franquismo, las leyes y los gobernantes tenían límites, porque, por ejemplo seguían en vigor el derecho civil y el mercantil, y en gran parte el derecho penal; y además seguían existiendo los tribunales. Lo que ocurría es que esos tribunales podían ser manipulados y se hacía la vista gorda a graves violaciones de la ley. Eso es lo que establece la diferencia entre el totalitarismo y el autoritarismo, una diferencia que muchas veces resulta casi imposible de ver.

Los límites de la ley y el gobierno son los derechos de las personas. No los derechos subjetivos y abstractos: “el derecho a la vivienda”, o “el derecho al trabajo”, sino los derechos objetivos, que son aquellos que se plasman en leyes concretas, o positivas, y para los que se crean cauces legales que permiten convertirlos en realidad. Los derechos subjetivos son aquellos que se pueden violar dentro de la plena legalidad, pero con los objetivos esto es más difícil. Las personas somos los núcleos irreductibles ante los que se debe detener la ley y el gobierno en un sistema democrático pleno. En él solo puede haber una legalidad y un sistema de gobierno basado en unos valores compartidos, a los que se deben someter los demás sistemas de valores en el terreno de los derechos objetivos. Por poner un ejemplo, la ley que regula el matrimonio tiene que ser de aplicación universal, y por eso no se puede pedir ser polígamo en España, o reivindicar el derecho al castigo físico de la esposa, o a la ablación femenina, o el derecho al homicidio por causa de honor, o lo que es lo mismo, a matar a la esposa y al adúltero si el marido los sorprende in fraganti.

Nuestra Constitución y las de la mayoría de los países consideran que el derecho a la práctica de una religión y a la creación de asociaciones religiosas, o iglesias, es un derecho fundamental, compatible con todos los demás derechos y con los derechos de todos. Por el contrario en el integrismo religioso, que ahora se centra en el islam, se subordina la ley civil, o la ley positiva, a la ley religiosa y se reconoce el derecho de censura de los mullahs sobre el parlamento y el gobierno, así como el derecho de la iglesia del país a impartir justicia en casos civiles, como el divorcio, y a veces también penales. En Arabia Saudí, por ejemplo, existe una policía religiosa paralela, guardiana de la ley y las buenas costumbres. No solo la ley civil se subordina a la religiosa, sino que además las personas quedan subordinadas a la religión.

Nuestra tradición jurídica deriva de dos raíces: el derecho romano y el germánico. En el primero la ley se convirtió en una realidad objetiva, plasmada por escrito y aplicada por aquellos que tienen capacidad de hacerla real siguiendo un procedimiento neutro. El derecho romano es el derecho de los códigos y las leyes sistemáticas. El derecho germánico es el derecho que dimana de la voluntad de la comunidad, que se plasma en leyes consagradas por la costumbre y las sentencias precedentes. Este sistema, que es el anglosajón, se llama common law. En los dos casos se parte de que la persona y sus derechos son amparados por una ley que establece cuáles son sus propios límites.

La ley no puede sobrepasar sus límites e interferir en la vida privada de las personas, ni intentar regular sus gustos o su felicidad. Eso es propio de la ley religiosa, que intenta controlar a las personas de día y de noche, en su vida pública y privada, en la calle y en la cama. Los límites de la ley, por suerte, fueron retrocediendo y lo que se consideraba intocable en el siglo XIX, como la regulación de los contratos y condiciones de trabajo, el consumo y el comercio, la educación, la salud y el medio ambiente, la seguridad interior de un país, cada vez están más reguladas, pero siempre para proteger los derechos de las personas, no para programarlas de cabo a rabo. Todo este crecimiento de la ley permite que nazcan nuevos delitos y nuevos tipos de abusos plenamente legales, pues cuanto más complejas son las leyes, más fácil es burlarlas legalmente por los expertos en el tema.

Pero a ello hay que añadir otro factor que ha permitido saltarse los límites de la ley, conculcar los derechos de las personas y ponerlas en el camino de la sumisión. Se trata de los medios digitales, cuyo poder hemos visto en el estado de alarma, porque se convirtieron en el canal de transmisión de órdenes y control de la información. No vamos a decir que no estuviese justificado, pero sí que permitió abusos y arbitrariedades. En él se legisló al buen tuntún, pasando de una cosa a la contraria sin complejos, y sin admitir la crítica. Se creó una nueva sociedad conectada por internet. Unas 40.000 personas murieron por la infección o el desamparo entre el silencio y la desesperación del personal sanitario mal dotado, mientras los estancos fueron consagrados como establecimientos sanitarios esenciales, junto a las farmacias, y se reconoció primero el derecho al paseo de los perros, y luego de la población, pero en sus franjas horarias. Sin ese instrumento el control hubiese sido imposible, por eso será él quien acabe por derribar las fronteras de la ley.

11 jul 2020 / 20:53
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