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Los recursos, que no cesen

    En entregas anteriores de esta columna, hemos venido loando, con carácter general, las bondades de la cooperación público-privada en el terreno económico, como un medio más para poder afrontar los estragos de esta pandemia que, como el rayo de Miguel Hernández, no cesa. En particular, nos hemos hecho eco de varios ejemplos sonados de filantropía (sin ir más lejos, la semana pasada volvíamos sobre este asunto), incluso alguno con nombres y apellidos bien conocidos, aun siendo conscientes de que, en ocasiones, generan cierto rechazo en concretos sectores de la sociedad; tal vez debido a ese idealismo naïve que, como denunciábamos en nuestro último artículo, suele acompañar al mecenazgo y que conviene desterrar. Hoy pondremos un ejemplo concreto del equilibrio de intereses presente en una concepción más actual de esta figura que quizás pueda servir, si no para redimirla totalmente, sí al menos para contextualizarla.

    Aunque ambos firmantes pertenecemos al ámbito jurídico-social, no por ello (al ser profesores de universidad –dicho esto con modestia, pero es un dato imprescindible para comprender lo que sigue–) estamos menos acostumbrados que otras personas más cercanas a la “ciencia pura” a lidiar con las famosas siglas I+D+i (esto es, Investigación, Desarrollo e Innovación) y conocemos de primera mano las venturas y desventuras que su gestión acarrea. Porque de eso mismo se trata cuando se habla en general de ciencia –comprendida en su sentido más amplio–. Y, por tanto, cuando los poderes públicos pretenden fomentar la ciencia, o se les pide que así lo hagan, en realidad, se está aludiendo a las universidades públicas, dado que es en ellas donde más se concentra, por abrumador porcentaje, la investigación en España. En suma, las penurias de la ciencia en nuestro país son, en mayor o menor medida, las de sus maltrechas universidades públicas. Ciertamente, con la que está cayendo en algunos sectores, no venimos a quejarnos. Tan solo queremos subrayar que inversión en ciencia y Universidad pública representa –recuperando la expresión que manejamos aquí hace algunas semanas– una “cabeza de Jano”: dos caras de la misma moneda, aunque la moneda resulte ser la de dos céntimos, en lugar de la de dos euros.

    También es verdad –y ya tratamos este asunto en una pasada entrega, La Torre de Marfil– que la universidad no debería vivir constantemente angustiada, pendiente de forma exclusiva de la inversión pública. Así, entre diversas fórmulas que pueden encauzar la financiación privada hacia la investigación, queremos destacar hoy el denominado ‘Tax Lease’ o “mecenazgo tecnológico”. El mecanismo suele formalizarse a través de la figura llamada Agrupación de Interés Económico (AIE) permitida en España, por adaptación de normativa comunitaria correspondiente, ya desde una ley de 1991 –nótese el año y quién gobernaba, por si acaso–, para su constitución por “personas físicas o jurídicas que desempeñen actividades empresariales, agrícolas o artesanales, por entidades no lucrativas dedicadas a la investigación y por quienes ejerzan profesiones liberales” (artículo 4 de dicha Ley 12/1991). Las AIE ofrecen el aprovechamiento de ciertos beneficios fiscales –de ahí lo de ‘Tax Lease’– de los que disfrutan los proyectos de I+D a las empresas que apuestan por invertir a fondo perdido en actividades de investigación, como las que se llevan a cabo, precisamente, en la universidad.

    Este instrumento presenta diversos efectos sistémicos positivos, como se ha destacado: impulsa proyectos de gran calado e incrementa la transferencia de conocimiento hacia el mercado, todo ello con un coste moderado para la Hacienda Pública. También fomenta inversión consciente y comprometida con el avance no solo económico, sino también social, dado que los mecenas suelen ser compañías concienciadas, que buscan invertir en actividades con marcada responsabilidad social corporativa. Según ciertos análisis, la estructuración fiscal de cada euro invertido por las administraciones públicas en I+D+i generaría 0.75 euros de inversión privada. A ojos vista, un ejemplo win-win de cooperación público-privada a través del mecenazgo. Gana la empresa, al incrementar su cuenta de resultados; gana la universidad al acceder a fuentes de financiación externa para sus proyectos de investigación; y gana la sociedad en su conjunto, que se beneficia de los avances científicos.

    Caminando como estamos por el filo de la navaja, parece conveniente buscar todas las fórmulas a nuestra disposición para derivar los recursos existentes hacia los objetivos adecuados de la manera más eficiente posible. Resulta que algunas llevan tanto tiempo presentes que incluso podría ser hora de actualizarlas o de desarrollarlas a nivel autonómico, por ejemplo, en la medida de lo posible. Salir de la zona de confort siempre supone un desafío, pero muchas veces merece la pena. Los versos del poeta alicantino no desentonan en el momento actual: “lo que he sufrido y nada todo es nada / para lo que me queda todavía / que sufrir, el rigor de esta agonía / de andar de este cuchillo a aquella espada”. Del cuchillo de la pandemia a la espada de Damocles que pende sobre nuestra economía, la agonía que nos queda por andar es todavía incierta. Los recursos, como el rayo, que no cesen. Como el ánimo.

    24 ene 2021 / 00:00
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