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Pensamiento, personalidad y conducta

Nuestra existencia es como una banqueta que se apoya en tres patas: pensamiento, personalidad y conducta. El pensamiento es el producto elaborado de nuestro cerebro para fabricar ideas; la personalidad es el resultado de lo que heredamos de nuestros progenitores y de lo que adquirimos con la educación; y la conducta es la expresión de la capacidad de gestión que tenemos de canalizar nuestro pensamiento, a través de nuestros rasgos de personalidad, y transformarlo en un comportamiento.

El pensamiento racional ayuda a conformar nuestra personalidad y nuestra personalidad marca nuestra conducta. En realidad, somos lo que hacemos, lo que nuestra conducta expresa. Lo demás es fantasía intrascendente. El pensamiento que no se convierte en una manifestación conductual es un pensamiento estéril, igual que una meditación incapaz de escalar los peldaños más altos de nuestra espiritualidad.

Fue René Descartes el que tuvo la habilidad en 1639 de impregnar la cultura occidental con su cogito ergo sum (“pienso, luego soy”) en el Discours de la méthode pour bien conduire la raison et chercher la vérité dans les sciènces. Muchos se apuntaron al motto creyendo que pensar es suficiente para vivir; y algunos hasta llegaron a decir, como Rémy de Gourmont, en Promenades philosophiques, que pensar era un trabajo muy duro.

Obviamente, no todos opinan lo mismo, asumiendo que el pensamiento solo no alimenta ni te proporciona un salario, salvo en algunas profesiones exotéricas o en círculos políticos donde lo que tienes que hacer para mantener el sueldo es callar lo que piensas. Uno de los críticos más cáusticos quizá fue Chesterton, al que se le atribuye aquello de que “una idea que no se hace práctica es una mala idea”. El propio Ambrose Bierce, con su habitual sarcasmo en The Devil’s Dictionary, dice que la deliberación es “el acto de examinar que cara del pan tiene la mantequilla”.

A pesar de las sátiras, ninguna ironía debilita el valor del pensamiento, aunque quizá no sea patrimonio exclusivo de nuestra especie, por mucho que algunos piensen lo contrario. El pensamiento humano ha sido alabado a lo largo de los tiempos, ha sido santificado por la historia y es la clave del progreso. A la entelequia del pensamiento siempre se la trató con devoción poética.

En The Marriage of Heaven and Hell, William Blake decía que “un pensamiento llena la inmensidad”; y Shakespeare, en Sonnets, declamaba que “el pensamiento ágil puede saltar sobre la tierra y el mar”; pero no todo pensamiento es puro ni merecedor de respeto. Thomas Hobbes ya anunciaba en Leviathan, que “los pensamientos secretos del hombre atropellan todas las cosas, santas, profanas, limpias, obscenas, graves o ligeras, sin vergüenza ni culpa”.

El pensamiento tiene su proceso de elaboración, su tiempo de maduración y su mérito o demérito antes de transformarse en algo tangible. En Pensées, Pascal sostenía que el hombre está hecho para pensar y que su pensamiento es la medida de su dignidad y de su valía personal.

En sus máximas y opiniones (Vermischte Meinungen und Sprüche), Nietzsche defendía que “la profundidad del pensamiento pertenece a la juventud y la claridad del pensamiento a la vejez”. Charles Darwin, en Descent of Man, razonaba que “la etapa más alta posible de la cultura moral es cuando reconocemos que debemos controlar nuestros pensamientos”.

La llave que abre la puerta del santuario del pensamiento y lo escenifica en el mundo real es la conducta. Los convencionalismos culturales establecen criterios, no siempre escritos, de lo que es una conducta normal y una conducta aberrante. Lo que en unos círculos culturales es normal, en otras sociedades es una falta de educación o un delito, y viceversa. De facto, las leyes van a remolque de la conducta social.

La psiquiatría se encargó de abordar los trastornos del comportamiento desviados de lo que la sociedad acepta como normales; y, en nuestra sociedad, el espacio para revoltosos, disidentes, discrepantes y libre-pensantes está muy restringido, porque la homogeneidad mediocre digiere mal la heterogeneidad.

Todas esas desviaciones, la psiquiatría, en su DSM-5 (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), las clasifica como trastornos: del desarrollo, psicóticos, bipolares, depresivos, ansiosos, obsesivo-compulsivos, disociativos, somáticos, alimentarios, eliminativos, circadianos (sueño-vigilia), sexuales, disruptivos, adictivos, neurocognitivos, parafílicos y de personalidad.

Los trastornos de personalidad son rasgos conductuales, quizá una expresión menor de problemas mayores; y así, se habla de trastorno de personalidad paranoide, esquizoide, esquizotípica, antisocial, borderline, histriónica, narcisista, evitativa, dependiente, obsesivo-compulsiva. En este saco se mete a un 10% de la población: gente con rasgos psicopatológicos y conductas bizarras. La realidad, en cambio, sugiere que existen tantas personalidades como personas. Nadie es igual a otro.

Su pensamiento tampoco, ni siquiera en las sectas más fanáticas y radicales o en los colectivos más ideologizados. Cada cual piensa como quiere, siempre y cuando no lo manifieste, porque entonces tiene que adaptar su conducta a los cánones de la sociedad en la que vive; de lo contrario, pueden tacharlo de enfermo, anormal o traidor a la causa. En torno a esta simpleza se han desarrollado los psicofármacos, construido los psiquiátricos y las cárceles, elaborado las leyes y diseminado los juzgados.

En las Meditaciones de Marco Aurelio se lee: “Nuestra vida es lo que nuestros pensamientos nos hacen ser”. Victor Hugo decía en Les Misérables, que “meditar es una gran labor, pero pensar es actuar”. Ralph Waldo Emerson, que también creía que pensar era una dura tarea, interpretaba en The Conduct of Life que pensar era actuar. Esta creencia le impelía a defender que el intelecto anula el destino y que un hombre es libre en la medida en que piensa.

En Le Démon de midi, Paul Bourget escribe: “Uno debe vivir de la manera en que piensa o terminar pensando de la manera en que vive”. “Los grandes pensamientos salen del corazón”, exclamaba el Marqués de Luc de Clapiers, Vauvenargues, en sus Reflexiones y Máximas de 1746; pero su contemporáneo Françoise Marie Arouet Voltaire creía, según su Dictionnaire philosophique, que “son pocos los que piensan y esos pocos no desean molestar al mundo”. Decía más, “el pensamiento depende absolutamente del estómago, pero los que tienen buen estómago no son los que mejor piensan”.

Por lo tanto, la conducta es la síntesis operativa de lo que pensamos, de lo que nos han ensañado para saber comportarnos y de los estímulos, buenos o malos, que nos llegan del ambiente al que respondemos, por conveniencia, de una forma u otra. En una traducción de Simon Ockley de las Sentencias de Ali Ibn-Abi-Talib del siglo VII se dice que “el comportamiento de un hombre es el índice de ese hombre y su discurso es el índice de su capacidad de entendimiento”.

Para Matthew Arnold, en Literature and Dogma, la conducta era “dos tercios de nuestra vida y nuestra principal preocupación”. La conducta une o disocia. En Gnomologia, Thomas Fuller decía que “la simpatía en los modales conjunta las mentes”. Nuestra conducta es el espejo de nuestra interioridad. En Die Wahlverwandtschaften (Las Afinidades Electivas), Goethe lo representaba así: “El comportamiento es un espejo en el que cada uno muestra su propia imagen”. Montaigne, hablando de la educación de los niños y de la ejemplaridad de los maestros, en sus Essays, lo expresaba de forma similar: “La conducta de nuestra vida es el verdadero espejo de nuestra doctrina”.

La conducta correcta se apoya en la bondad y el conocimiento; y el conocimiento exige esfuerzo, capacidad reflexiva e interpretativa, habilidad para discernir entre lo bueno y lo malo, predisposición al respeto, y dominio del pensamiento que nos lleva al autocontrol. En un apartado de Marriage and Morals, dedicado a The Taboo of Sex Knowledge, Bertrand Russell señalaba que “la conducta correcta nunca puede, excepto por algún raro accidente, ser promovida por la ignorancia u obstaculizada por el conocimiento”.

Tampoco cabe vulgarizar la conducta con simplificaciones, circunscritas al ámbito educativo o a la nube de las creencias. Hay quien clasifica a las personas entre “aquellos que viven por lo que saben que es una mentira, y aquellos que viven por lo que creen, falsamente, que es verdad”, como Christopher Hampton refleja en The Philanthropist.

Sobre la aleatoriedad en el apareamiento de los óvulos y espermatozoides de nuestros progenitores, que dan lugar al sustrato potencial de lo que podemos llegar a ser, poco hay que rascar, salvo conocer nuestra arquitectura genómica, por si hubiese algún defecto que reparar. Los caprichos de la naturaleza están por encima de nuestros deseos. Sin embargo, la modulación y exquisitez de nuestra conducta, hasta cierto punto, es susceptible de mejora con el bálsamo de una buena educación en un ambiente adecuado.

La irrupción de conductas delictivas es un fenómeno tan complejo como la propia mente humana. Ahí se estrella la justicia, la psiquiatría, la fabulación periodística, las leyendas urbanas, las declaraciones confesionales, las diabólicas interpretaciones de los tertulianos a sueldo, y las emanaciones del cotilleo vecinal. En The Paradox of Hate: A Study of Ritual Murder, Morton Irving Seiden dice que “todo intento de explicar el comportamiento humano, especialmente el irracional, acaba en simplificación”; y esa simplificación, basada en opiniones, puede condenar a inocentes y dejar libres a culpables.

El trinomio pensamiento-personalidad-conducta determina la salud mental de las personas. La sociedad y la justicia tienen que recapitular sobre el entendimiento y la interpretación de los criterios de normalidad, resetear convencionalismos obsoletos y reprogramar modelos que requieren actualización, alejados de la hipocresía y la costumbre. Ejemplo: romperle un hueso a alguien, se paga; pero el pensamiento elaborado y perverso para arruinarle la vida psicológicamente en casa, en la escuela o en el trabajo, es gratis.

Lo que la sociedad premia o castiga es nuestra conducta y lo que hace próspera y avanzada a una sociedad es la salud mental de las personas. En términos de Séneca, en sus Cartas a Lucilius, cuando la mente es sana, “una conducta refinada siempre es espontánea”; pero nada es simple en la caja negra cuya magia fabrica las formas más inverosímiles de expresión del pensamiento. Cuando hablamos de salud mental, la semilla que la genera es incapaz de explicar la belleza de la flor.

27 feb 2022 / 01:00
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