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La banda está borracha

    España no tendrá un Gobierno como Dios manda –y el pueblo demanda–, pero qué más da, cuenta con una selección de baloncesto capaz de proclamarse campeona del mundo. Hace ya demasiados meses que no hay un presidente en La Moncloa que ejerza como tal, pero donde estén las asistencias de Ricky Rubio y los triples de Marc Gasol y Sergio Llull, ¿para qué queremos ministros? La brújula del país en estos momentos la maneja un italiano, Sergio Scariolo, un bendito creador de la ilusión colectiva que se necesita para compensar las muchas ruindades que los políticos primero generan y luego nos endosan.

    Después de ganar con nuestro combinado nacional la máxima competición planetaria, tres campeonatos de Europa y las medallas olímpicas de plata y bronce, nadie debería dudar de que el técnico transalpino ya sabe a estas alturas lo que significa sentirse español, no por los éxitos conseguidos para nuestro básquet, por supuesto, sino por experimentar en carne propia la envidiosa ira que esta nación le reserva a los que sobresalen por encima de la media. El primero en apuntarse a este deporte nacional favorito fue Pedro Sánchez, fan del baloncesto desde que en el Estudiantes le dejaron fallar unas cuantas canastas –aunque, desde luego, no las más importantes que erró en su vida–, que antes de ser presidente se dedicaba en twitter a socavar el prestigio de Scariolo a medida que éste iba sumando triunfos con la Roja.

    El problema no es que Sánchez desconozca los intríngulis del baloncesto –lo sorprendente sería lo contrario–, el drama es que es el tema que mejor domina. Pero en su traslación a la política, computa los tiros de uno y de dos siempre como triples y así nunca le dan las cuentas. Creyó que con 123 escaños tenía mayoría absoluta y se empeñó en negociar la formación de su Gobierno con la soberbia de Abel Caballero y las pocas luces de Susana Díaz. En Pablo Iglesias se topó con un rival que gusta del baloncesto tanto como él y, además, sabe repartir mejor el juego. Con menos centímetros en el Parlamento, pero con mayor talla intelectual –al menos, no tiene que esconder su tesis–. Si Pedro conformase con él una selección como la de Scariolo, España tendría hoy un Gobierno socialdemócrata. Pero quiso barrerlo de la pista y la consecuencia es que el partido se fue a tiempo muerto –y perdido–.

    Sánchez ni fue generoso con quien lo hizo presidente gratis ni quiso leer el resultado electoral con objetividad y convirtió el partido en una pachanga y a su equipo, en una banda entregada al juego sucio, aunque no en el sentido en que se lo reprochó Albert Rivera, quien, dándole la vuelta al lema de Rajoy, decepcionó a los liberales por cumplir con su palabra pero no con su deber.

    El 28-A Pedro Sánchez empezó muy bien la final que debería acabar con cuatro temporadas de incertidumbre política. Pero con el paso de los minutos comenzó a dudar de la conveniencia de obtener una victoria demasiado corta. En los últimos instantes, deambulaba por la cancha como un pívot embriagado de indecisión que no sabe si meter la canasta y apuntalar el triunfo o fallarla e irse a la prórroga. Con tres elecciones generales en los últimos cuatro años, su coach Iván Redondo le metió en la cabeza que a él no le faltaban diputados, sino que al partido aún le faltaba un cuarto. Y obligó a todos a disputarlo, con el riesgo de que los aficionados abjuren del pobre y poco edificante espectáculo. Ellos no encestaron mal sus papeletas, lo que pasa, como en la popular canción de Mike Laure, es que la banda está borracha. De egolatría, vacuidad y miseria.

    19 sep 2019 / 22:14
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