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EL SONIDO DEL SILENCIO

Culpas, plagas y epidemias

    Una de las obras maestras de la literatura occidental, La Ilíada, comienza con la descripción de una plaga, a la que los griegos llamaban loimós, enviada por el dios Apolo mediante sus flechas contra al Ejército griego, como castigo al ultraje cometido contra una de sus sacerdotisas. Cuando se producía una plaga las personas morían, las mujeres daban a luz niños muertos, el ganado comenzaba a morir, mientras se agostaban o pudrían las cosechas. Eso ocurrió, por ejemplo, en la mítica ciudad griega de Tebas, cuna del héroe Edipo, como castigo al pecado cometido por su padre, el rey Layo.

    En Grecia, como en otras muchas culturas, cuando estallaba una plaga se buscaba su origen no en una causa física, sino en una falta o pecado, consultando normalmente un oráculo. Y una vez descubierto el pecado causante de la impureza, o miasma, se creía que reparando al dios ofendido desaparecería la plaga, pues anulada la causa quedaría anulado el efecto. Las plagas eran castigos colectivos y en ellas toda una comunidad pagaba la falta de uno o de unos pocos. Eso así se creía en el mundo clásico, pero también en el Egipto y la Mesopotamia antiguos.

    Conocemos por la Biblia la historia de las plagas de Egipto, enviadas por Yahvé contra todo el pueblo egipcio como castigo al comportamiento del faraón. Y es que las culpas de los gobernantes también las pagan los gobernados en el campo de lo que nosotros llamamos política. En el Libro de los Reyes bíblico vemos cómo David decide hacer un censo de la población y las riquezas de su reino, tal y como lo hacían todos los reyes de su época. Sin embargo, Yahvé lo castiga, a él y a su pueblo, enviándole una plaga. ¿Por qué? Pues porque en la religión judía hacer un censo es un pecado de orgullo, ya que el rey a la vez que lo hace se muestra orgulloso de su riqueza. En este caso es de nuevo todo el pueblo es el que paga ese supuesto pecado de su rey.

    Cuando a lo largo de la historia las enfermedades se concentran en un determinado lugar y en un corto período de tiempo, siempre surge la misma reacción colectiva: el pánico, y se tienden a buscar causas irracionales del origen de la enfermedad y a pensar que todos los enfermos, sean los que sean, están contaminados y deben ser excluidos de la sociedad y recluidos o marginados. Este fue el caso de los leprosos.

    Históricamente la l­epra se confunde con otras enfermedades dermatológicas que producen llegas o heridas de aspecto desagradable. En la historia general, y en la de la medicina en particular, muchas veces es muy difícil hacer diagnósticos retrospectivos, porque las descripciones de las enfermedades en los documentos de la época no tienen la precesión clínica de las descripciones actuales, y porque el vocabulario utilizado, que depende de las teorías de la enfermedad de cada momento, a veces es difícil de interpretar. La lepra es conocida en la Biblia, el mundo clásico y en la historia medieval y moderna. En todos ellos a los leprosos se los aparta de los pueblos. Hubo un ritual eclesiástico mediante el cual se les alejaba de la Iglesia, a la vez que se pedía a Dios su curación, tal y como había ocurrido en los Evangelios. Los leprosos tenían un aspecto repugnante, pero sobre ellos se desarrolló todo un f­olklore legendario: se decía que tenían un apetito sexual extraordinario y querían violar a las mujeres, que envenenaban los pozos y que querían contagiar a todo el mundo, por lo que a veces se les intentaban linchar.

    Es curioso que ese fol-klore del sexo, el veneno y el contagio se les aplicase también a los judíos y a los herederos de los leprosos, los sifilíticos. La sífilis llegó a Europa poco después del descubrimiento de América y tiene en común con la lepra que produce alteraciones en la piel de aspecto desagradable y que se contagia con facilidad. Cuando se extendió cada país la asoció con sus rivales políticos. Se supone que entró por el puerto de Marsella y se le llamó el mal francés, pero los franceses le llamaban el mal español, los portugueses el mal castellano, los japoneses el mal portugués, los rusos el mal polaco y los polacos el mal ruso. Esta mezcla de identidades políticas y sífilis deja muy claro que cuando cunde el pánico proyectamos el mal en los demás.

    Las enfermedades fueron a lo largo de la historia muchas veces interpretadas como posesión por un espíritu, un principio o un mal. Cuando nos duele algo tendemos a pedir que "nos quiten" el dolor. Y además cuando enfermamos solemos preguntarnos ¿por qué me tocó a mí? ¿Qué hice yo? O bien tendemos a creer que existe una especie de justicia poética que debería hacer que los malos enfermasen más que los buenos, cuando en realidad lo que ocurre es que simplemente los pobres enferman más que los ricos, porque la enfermedad y la balanza de la justicia no tienen nada que ver.

    La transmisión de las enfermedades se explicó por espíritus, gérmenes o seres que se movían a través de los aires y las aguas. De hecho, uno de los primeros tratados científicos sobre las epidemias, Sobre los aires, las aguas y los lugares, que forma parte del Corpus hipocrático, intentó explicar racionalmente que son las aguas las que pueden causar enfermedades como la malaria, y que hay una correlación entre el clima, las estaciones, la vegetación y la alimentación y el desarrollo de las enfermedades. Para su autor las enfermedades eran procesos naturales y no plagas derivadas de las culpas individuales y colectivas, de la misma forma que el autor griego del libro Sobre la enfermedad sagrada, la epilepsia, interpretada como posesión, lo que tiene su lógica debido al impacto que produce ver un ataque agudo de esa enfermedad, defendió que la epilepsia no era sagrada, como ninguna otra enfermedad, sino causada por el cerebro.

    Cuando estamos enfermos y tenemos dolor, ya no digamos cuando se nos mueren los seres queridos, tendemos a pensar que la enfermedad o la muerte, o bien son injustas y arbitrarias, o bien que todo tiene que tener un sentido superior. Ronald Laing, un famoso psiquiatra dijo que: "La vida es una enfermedad de transmisión sexual con una tasa de mortalidad de 100 %". Literalmente es así, pero lo que esa frase quiere decir es que la vida no tiene sentido. La vida puede tener el sentido que nosotros queramos darle, pero las enfermedades son procesos naturales y el mejor modo de combatirlas es utilizar todo el arsenal de la medicina.

    La medicina es muy limitada. Decía el Dr. Gregorio Marañón, que, si él sabía que podía curar un enfermo poniéndole un huevo frito en la cabeza, se lo ponía y luego ya investigaría cómo fue el proceso científico de la curación. Hoy sabemos muchísimo más de la anatomía, fisiología, patología, genética, farmacología y disponemos de técnicas y medios de diagnóstico que han mejorado en cincuenta años más que en docenas de siglos. Pero en medicina, como en física y en todo lo demás, ignoramos mucho más de lo que sabemos, y la aparición del coronavirus es una prueba de ello.

    Ante las enfermedades debemos intentar evitar reacciones viscerales, como la que bautizó a la gripe de 1918-1919 como 'gripe española'. No se sabe cuántos millones de personas murieron de ella, porque los sistemas sanitarios y los medios estadísticos de esa época eran muy limitados, ya que en muchas partes del mundo ni siquiera había censos de población. Se estima que pasaron de 60 millones. Nuestra Facultad de Medicina conserva una placa en honor de los médicos que en Galicia lucharon con la enfermedad con todos sus medios, e incluso con su vida.

    La 'gripe española' o el coronavirus son una enfermedad, pero también un problema de matemáticas, a la vez que un problema económico, político, e incluso militar. Esas enfermedades se expanden como las ondas que produce una piedra al caer en un estanque. Pensemos que un enfermo es una bola de billar que hace carambola con otras tres, cada una de esas tres la hace con otras tres, y así sucesivamente vemos cómo se extendería la onda en la mesa de billar. Cuanto más cerca estén las bolas peor, cuanto más rápido se muevan también, y por eso se pensó, cuando nació la medicina preventiva, que la mera higiene, el aire limpio y las casas ventiladas eran más importantes para la salud que muchos medicamentos. Los ingleses mejoraron su salud tras el siglo XVII, cuando comenzaron a beber te, osea, agua hervida, y más cerveza que agua contaminada. Esto es una anécdota, pero lo que no lo es, es que somos parte de un sistema social y ecológico y que cuando ese sistema se hace global y todo circula en él a velocidad de vértigo, las bolas chocan cada vez más y asistimos a pandemias como la presente, cuya velocidad va a la par que la histeria bursátil. Confiemos en la razón y la medicina y, sobre todo, seamos sensatos.

    (*) El autor es catedrático de Historia Antigua de la Universidade de Santiago de Compostela

    14 mar 2020 / 23:27
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