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contrariedades

Juego de tronos

    Si Núñez Feijóo hubiera dado el paso que no dio cuando Mariano Rajoy fue descabalgado del Gobierno y cansado y abatido decidió retirarse a la notaría de la que había presumido toda su vida aunque poco tiempo había pasado en ella; si el presidente de la Xunta, decimos, se hubiera atrevido a cortarle a Pablo Casado el paso que se abría entre Sorayas, Cospedales y demás zarzales que componen la flora y fauna del PP, en ese caso, es más que probable que en la noche del pasado lunes hubiera estado presente como el candidato de su partido en el debate a cinco, a tiro de piedra del veleta Albert Rivera, que en prime time sacó de su chistera un adoquín volador, el único elemento capaz de competir en dureza con su mollera.

    Pero como aquel día de junio de 2018 en que le apremiaban a dar el definitivo salto en su vida política, lo único que fue capaz de mover Feijóo fueron los lagrimales de la nostalgia, ahora se encuentra sentado en esa misma silla de San Caetano donde sus posaderas llevan reposando ya diez años. Situación aparentemente cómoda en estos días de salvaje campaña, que no significa, sin embargo, que se encuentre totalmente protegido y a resguardo de los peligros de unas elecciones generales tan cercanas a las próximas autonómicas gallegas.

    Hasta ahora, Feijóo siempre había sido el ariete infalible de su partido contra las amenazas que el PP nacional atisbaba en su horizonte. En 2009, con Rajoy tocado y doblemente hundido por Zapatero, rescató la nave popular que había encallado incluso en Galicia ante el binomio Touriño-Quintana con Fraga en sus últimos días de gran timonel. No hubo paz para las huestes socialnacionalistas y el waterman de Os Peares recuperó la Xunta a la primera y la mantuvo en 2012, salvando al náufrago Mariano de los mares a los que el temporal económico había arrojado a todos los gobernantes de Europa.

    Y en septiembre de 2016, alcanzó la excelencia electoral cum laude al firmar su tercera mayoría absoluta consecutiva, moliendo a Leiceaga –que Gonzalo Caballero había aupado a la candidatura– y sobre todo a Pedro Sánchez, que se volcó en aquella campaña y cuya derrota le dejó sin aire para evitar un mes más tarde su descenso a los infiernos, condenado por los suyos en el motín de Ferraz que haría presidente a Rajoy.

    Pero ahora, por primera vez en su carrera, es Feijóo quien necesitaría que los cielos le fuesen favorables en las elecciones que se dirimen en Madrid. Aquel trío socialista renació de sus cenizas, Sánchez hasta niveles casi inverosímiles y Caballero y Leiceaga, intercambiando sus papeles, cercan los dominios del boss de la Xunta, al que mantienen con el agua al cuello gracias a las crecidas de las victorias sanchistas. Gonzalo, que cuenta con baraka y con la vara de su tío Abel recolectando el voto rojo en la circunscripción pontevedresa, no sólo precisa que gane su jefe, sino también que sepa administrar su triunfo. Una investidura precaria con la derecha o un gobierno de algarabía con la izquierda darían respiro a Feijóo.

    En este 10-N, Feijóo es algo más que un mero espectador accidental, por mucho que no se encontrase el lunes entre los cinco hombres más vistos del día, a los que Ana Blanco –por cuyo rostro no pasan los telediarios– abroncó con algo de razón por no ser mujeres, verdad biológica que seguro que Abascal osaría poner en duda. Del trono en juego en La Moncloa se desprende una trama casi subterránea que afecta exclusivamente a Galicia. Hoy es secundaria, pero el año que viene será principal.

    07 nov 2019 / 21:48
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