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EL SONIDO DEL SILENCIO

Locas, brujas, putas

    LAS DOS GRANDES tradiciones de las que nace nuestra cultura, la judía y la greco-romana, compartieron la creencia de que los hombres y las mujeres tenemos dos orígenes diferentes, e incluso que se nos pueden considerar especies distintas.

    EN LA POESÍA GRIEGA se llama a las mujeres genos gynaikon, lo que podríamos traducir como la "raza de las mujeres". Y eso no se decía en broma ni como símil sino porque los mitos explicaban que hombres y mujeres seríamos realmente especies distintas. Para los griegos dioses y hombres tenemos una madre común, Gea, la Diosa Tierra y habríamos nacido de ella brotando de modo espontáneo, y por eso algunos pueblos griegos se consideraban superiores a todos los demás por ser autóctonos, nacidos del suelo de su tierra, y por mantener por generaciones la pureza de su estirpe. El problema es que para ellos la forma más noble de nacer es salir a la luz del mundo sin haber pasado por las tinieblas del vientre de una mujer, como hizo la diosa Atenea, nacida de la cabeza de su propio padre Zeus, o el dios Dioniso, nacido de su muslo. Según el mito dioses y hombres vivían juntos y felices en la Edad de Oro, cuando no existían la muerte, el hambre, la guerra, ni la enfermedad, pero ambos se separaron un día cuando el titán Prometeo, representando a los hombres, engañó a Zeus, rey de los dioses y de los hombres, al repartir en un festín la carne del primer buey sacrificado; y cuando tras el robo del fuego llevado a cabo por ese titán Zeus decidió encargar a los dos dioses artesanos, Hefesto y Atenea, que hiciesen la primera mujer, Pandora, de bello cuerpo, ricamente ataviada, pero dotada de un corazón de perro.

    ZEUS DIO A PANDORA a los hombres que vivían sobre la tierra y con ella vinieron al mundo todos los males. Pandora es la madre de la raza de las mujeres y los griegos la definen como un vientre: un vientre que come y da gastos, que produce hijos, que lleva al campesino a la ruina y que además está cargada de deseo sexual. Para los antiguos griegos las mujeres poseen un deseo sexual mucho más intenso que los hombres y pueden llevar a los hombre a la muerte agotándolos sexualmente y "secándolos", como decía el maestro Aristóteles. Además ese vientre femenino, que se llamaba hyster, estaría muy relacionado con la salud mental de las mujeres y la enfermedad de la histeria.

    EL DESEO SEXUAL controlaría todo el cuerpo y mente de las mujeres. Si permanecen vírgenes les puede llevar al suicidio o la locura y solo el embarazo y el parto consiguen satisfacer a su útero, al que los médicos griegos consideran como un ser vivo dentro del cuerpo de la mujer. Un ser errante que produce agobios, calores y convulsiones, como las que se manifiestan en los ataques de la gran histeria, en los que las mujeres insatisfechas imitarían con sus convulsiones los movimientos del coito.

    LAS MUJERES ERAN para los griegos seres intermedios entre los hombres racionales y los bárbaros irracionales. No serían capaces de pensar con claridad porque sus cuerpos controlarían sus mentes y por ello deberían vivir bajo la autoridad primero de su padre, luego de su marido y por fin de sus hijos en la viudedad. Por eso no eran ciudadanas, ni votaban, no podían firman contratos, ni siquiera el de su matrimonio, firmado entre el suegro y el futuro yerno. Un magistrado de la ciudad representaba ante los tribunales a las mujeres sin familiares masculinos en casos, por ejemplo, de violación, y otro magistrado, el gynaikonomos o guardián de las mujeres, vigilaba el lujo de los vestidos -sobre todo si eran ligeros y de colores-, en los peinados y en el uso de los perfumes, para evitar que las seductoras hiciesen caer en sus redes a los hombres. Esas seductoras serían naturalmente las prostitutas, encarnaciones del inagotable deseo sexual del vientre femenino.

    DECÍA EL ORADOR Demóstenes "tenemos a las esposas para tener hijos, a las amantes para acompañarnos y a las prostitutas para el placer". Para él habría tres clases de mujeres, la esposa, con la que se tiene sexo e hijos legítimos, las concubinas, que son esclavas que viven en la casa, y las prostitutas que se pueden frecuentar en los burdeles o contratándolas para los banquetes. Estas prostitutas a veces eran pobres esclavas pero hubo algunas ricas y famosas que fueron libres, pero todas ellas tenían en común un supuesto deseo sexual sin freno que permitía a veces imaginarlas como monstruos de la mitología como las Sirenas, que devoran a los hombres tras seducirlos, o como Lamia, que robaba a los niños de sus cunas. Ellas, como otras mujeres seductoras del mito, buscan jóvenes que satisfagan su deseos, son envenenadoras y brujas y se comen a los niños en vez de criarlos. Como nuestras brujas víctimas de los procesos de la Inquisición.

    LA MUJER SEDUCTORA, responsable de todos los males del mundo, está encarnada en la religión judía en la figura de Eva, que por su deseo de rebelión acaba por traer al mundo la muerte, el hambre, el trabajo y la enfermedad. Le acompañan las hijas de los hombres que sedujeron a los ángeles y engendraron la raza de los gigantes, o la figura de Lilith, la encarnación de la seducción y la rebelión femenina. Para los judíos la soltería es una desgracia para la mujer y su esterilidad también. Ellos creían que el placer sexual del hombre y la mujer eran buenos dentro de los límites del matrimonio. Los hombres se podían saltar esos límites de muchas maneras con sus amantes esclavas y prostitutas, pero las mujeres no. Si una mujer los sobrepasaba pasaría a ser una prostituta, una enferma o una bruja.

    LOS HOMBRES JUZGARON el deseo sexual de las mujeres desde sus puestos de magistrados, censores, con las regulaciones religiosas y legales y lo controlaron durante siglos de un modo muchas veces cínico. La prostitución fue considerada durante siglos un mal necesario. Los burdeles fueron definidos como desagües de la sociedad y de los fluidos masculinos por juristas y economistas, como B. de Mandeville, pero sobre quienes ejercieron esa profesión regulada de mil modos diferentes, o simplemente consentida, cayó una maldición: la de ser a la vez objeto del deseo masculino y del desprecio por acceder a complacerlo. La prostitución está al servicio del deseo masculino, nada tiene que ver con el sexo de las mujeres, solo tiene que ver con el dinero o la esclavitud. Y por eso la visión de las mujeres y su deseo sexual por parte de los hombre toma una forma muy particular en el caso de las prostitutas, que se supone que siempre ejercen su oficio voluntariamente y por placer.

    EL DESPRECIO POR la prostituta es compartido por los médicos que creyeron, desde los griegos a Freud, que los trastornos mentales de las mujeres se derivaban más que de sus problemas sociales o económicos de sus insatisfechos deseos sexuales. Las mujeres son las protagonistas privilegiadas de las historias clínicas de Charcot y Freud, siempre a la búsqueda del misterio genital. Fue en función de esas ideas, tópicos de la psiquiatría, por lo que se internó y maltrató a miles y miles de mujeres en los manicomios de los siglos XIX y XX. Aunque por suerte siempre ha habido médicos y psiquiatras compasivos. Esta será la segunda visión de la sexualidad femenina, en la que las mujeres oscilan entre la prostitución y la locura.

    HASTA EL SIGLO XIX este deseo sexual de las mujeres estuvo también entre la religión y la locura, cuando los inquisidores católicos y los jueces protestantes tenían que catalogar a algunas mujeres como locas e internarlas de por vida en condiciones penosas: atadas con cadenas, desnudas y durmiendo sobre paja; o quemarlas por pensar que eran brujas y que habían mantenido relaciones sexuales con Satanás en su aquelarres, a los que también llevaban bebés robados para sacrificarlos. Toda Europa creyó en esa superchería partiendo de relatos de pobres mujeres incultas, de sus confesiones obtenidas bajo tortura y de niños y niñas, supuestos testigos. Desde el siglo XVI médicos como Jean Wier denunciaron esa superchería y la invalidez de esos juicios. Nuestro deber ahora sería el de denunciar que el deseo sexual de las mujeres no las hace ni locas, ni putas ni brujas. El mal sólo está en los ojos con los que algunas las miran. Y es la sociedad quien debe defenderlas.

    (*) El autor es catedrático de Historia Antigua en la USC

    26 may 2018 / 23:29
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