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Los milladoiros del Camino. Por Manuel F. Rodríguez

Los peregrinos contemporáneos han hecho de la ruta jacobea, especialmente del Camino Francés, un intenso escenario de viejos y nuevos ritos. Pese a que ciertos sectores de la Iglesia los observan con reserva, los ritos son consustanciales al latido existencial del ser humano. Los del Camino de Santiago tienen un fundamento religioso, pero han extendido su influencia al sentido espiritual abierto con el que muchos peregrinos realizan esta ruta. Y son a mi modo de ver ritos casi siempre sencillos, humildes y privados, pese a lo concurrido de su escenario. Se han convertido, además, en referencia imprescindible para entender la fuerza del Camino; si este es lo que es, en gran medida es por cosas como estas. Y uno de los elementos rituales más antiguos y de más fuerza son los que, en gallego, se denominan milladoiros (humilladeros, en español).

El origen de estos pequeños o grandes montículos de piedra, formados por guijarros depositados en ellos por los viajeros de los caminos, se pierde en el tiempo. Se extendieron por grandes vías de distintas civilizaciones. Su interpretación varía según el entorno en el que se sitúen. Pero, en general, surgieron en lugares de una singular fuerza simbólica, tanto por sus grandes dificultades –puertos de montaña– como por su especial significación espiritual –se conocen varios situados en colinas donde los peregrinos divisaban por vez primera el destino sagrado-. Su interpretación precristiana tenía que ver con el sentido trascendente de permanencia y protección, algo concentrado en la pequeña e indestructible piedra que allí se depositaba. Tras la cristianización los milladoiros se culminaron con frecuencia con una cruz y, al ritual de la piedra, se le añadió el de la oración y la acción de gracias por el reto alcanzado (humillatorium).

Los pocos milladoiros que lograron sobrevivir -y renacer- en el Camino de Santiago han contribuido a reforzar su dimensión espiritual y a remarcar su singularidad. Víctimas fáciles del progreso, apenas se conservan en otras rutas. El Camino se ha convertido en su reino simbólico y real.

El ejemplo supremo es la Cruz de Ferro, rey de los humilladeros europeos actuales, tanto por su tamaño como por el impacto que desde el medievo ejerce en los peregrinos. Está en el Camino Francés, en la cumbre de los montes de León, donde los peregrinos abandonan la estepa leonesa e inician el descenso hacia las exuberantes tierras del Bierzo. Todos los demás que han sobrevivido, muy pocos y en lugares de menor fuerza telúrica y exigencia física e espiritual, empalidecen ante la acumulación de sentimientos que confluyen en este lugar. El renacer de la Cruz de Ferro revela la necesidad de espacios transcendentes para el ser humano actual, ayuda a explicar el vigor del Camino y, sobre todo -lo que es más sorprendente-, ha dado lugar a nuevos milladoiros. Han surgido por doquier, especialmente en puntos donde han fallecido peregrinos contemporáneos. El segundo gran milladoiro sería, de conservarse, el del Monte do Gozo (Camino Francés), constatado ya en la Edad Media en este alto desde el que se divisaba por vez primera la ciudad de Santiago. A algo semejante debe su topónimo el actual núcleo de O Milladoiro (Ames), donde se producía la misma visión siguiendo el Camino Portugués.

Los actuales milladoiros jacobeos van contra la lógica. O quizás no. Confirman lo esencial: sus pequeños guijarros siguen expresando mejor que cualquier otra cosa el afán de perdurabilidad –o al menos de cierta perdurabilidad- que el ser humano siempre ha considerado. Sugestivas paradojas de la vida y el tiempo en la era global.

03 dic 2010 / 18:41
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