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El monte reclama otra política

    QUIENES tengan la buena y sana costumbre de visitar con cierta frecuencia el monte gallego habrán comprobado que las labores de limpieza brillan por su ausencia. Y ese estado de degradación y asilvestramiento, unido a la pérdida de cultivos en las zonas bajas, ha ido en aumento desde que comenzó la crisis financiera-inmobiliaria cuyas consecuencias aún sufrimos.

    Ante esa falta de atención, que también afecta a plantaciones arboladas privadas, destinadas a la producción de madera y materia prima para otro usos industriales, la ley de la naturaleza sigue su curso: tan pronto deja de llover unas semanas -Galicia, pese a ser el país de la bendita lluvia, sufre aridez estival-, el monte acaba convirtiéndose en zona altamente inflamable.

    Llegado a este punto, basta cualquier chispa, sea fruto del azar o provocada, para que las llamas comiencen a devorar todo cuanto encuentran a su paso. Con mayor celeridad y fuerza devastadora si tienen como aliado circunstancial el viento.

    Fue esa terrible alianza entre calor, sequía y fuertes vientos la que acentuó la catástrofe incendiaria de 2006. Y similares parámetros explican los rebrotes incendiarios virulentos de las últimas semanas de este verano.

    Que la provincia de Ourense sea hoy como ayer la más castigada, se explica por las razones antes apuntadas, más otras de carácter jurídico, político y administrativo, con dimensiones estructurales y culturales de hondo calado.

    Escrito esto, permítaseme una observación: las llamas del verano de 2006 no sólo arrasaron decenas de miles de hectáreas, también convirtieron en cenizas el primer intento serio de sistematizar (y ordenar) un programa de prevención de los incendios forestales en el contexto de una política rural destinada a generar una cadena de valor en el uso de la tierra y la naturaleza, conservar el medioambiente y potenciar el papel del bosque y sus múltiples especies arboladas en todo el territorio gallego.

    Una oportunidad perdida, en la que alguna responsabilidad hubieron quienes de aquella eran oposición y hoy gobiernan la Xunta, al intentar, y no sin éxito relativo, convertir el fuego en un crematorio de políticos e ideas.

    Porque más allá del manejo interesado de las estadísticas, la realidad es que el monte gallego continúa reclamando una política preventiva contra los incendios forestales, en vez de que todo se fíe a la industria de la extinción. Ese reajuste en las prioridades es posible y deseable, y contaría con la colaboración de los silvicultores a poco que se hiciesen las cuentas del coste que las llamas incorporan a la madera vía precios finales.

    En este sentido, nada se ha hecho y el Gobierno gallego permanece en la rutina de acudir a apagar el fuego cuando se eleva el humo. Así pasan los años con una Administración convertida en bombero de su inacción, por ausencia de una política forestal que sea digna de tal nombre. Algo que ya reivindicaban las Irmandades un siglo atrás.

    11 sep 2013 / 23:02
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