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El problema catalán a la luz de Azaña

    PARA las todavía incomprensibles equidistancias o, más perverso aún, para quienes ante la contumacia y gravedad de los hechos protagonizados estos días por la instituciones catalanas adivinan culpas de los dos lados, no es mal consejo retomar la lectura de un Manuel Azaña, ya en el exilio, más analítico que enfurecido por los tristes episodios de la guerra fratricida.
    En sus sopesados once artículos sobre la contienda civil, escritos en 1939 en Collonges-sous-Saléve, aporta claves y reflexiones sobre los comportamientos de esas mismas instituciones catalanas que en nada difieren de los que esta misma semana ha sido posible ver. Por eso se lamentaba de que “parecen demostrar que nuestro pueblo está condenado a que, con monarquía o república, en paz o en guerra, bajo un régimen unitario y asimilista o bajo un régimen autonómico la cuestión perdure como un manantial de perturbaciones, de discordias apasionadas, de injusticias...” lo que, añadía, prueba que la realidad del problema dista de ser una cuestión artificial, antes bien “la manifestación aguda, muy dolorosa, de una enfermedad crónica del cuerpo español” y finaliza “por eso, en España, las formas políticas liberales, que no ponen fuera de la ley a los disidentes ni a los descontentos, han vivido siempre en peligro”.
    El que fuera presidente de la República discrepaba de un conocido que le aconsejaba fijar como ley de la historia de España, “la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años”, pero señalaba también que “la República no inventó el problema de Cataluña. La trató por métodos distintos que la Monarquía. No inventó el renacimiento lingüístico y cultural de Cataluña, no inventó el nacionalismo, ni lo hizo prender en las masas. Se lo encontró pujante y enconado por la política dictatorial de Primo de Rivera” y añadía que la Monarquía misma había entrado, inútilmente, por el camino de las transacciones cuando desde la intelectualidad madrileña se intentaron soluciones de concordia que fracasaron.
    Por eso la República buscó otro camino a la unificación asimilista, “porque ni era útil que España llevase abierta en el costado la llaga del descontento catalán, ni era justo que los catalanes fuesen desoídos brutalmente... Urgía afrontar la realidad, por desagradable que pareciese y hallar una solución de paz, dejando a salvo lo que ningún español hubiera consentido comprometer: la unidad de España y la preeminencia del Estado. De ahí salió la autonomía de Cataluña, votada por la República”.
    Vano intento, en fin, porque, decía también Azaña, “reaparecieron los tópicos, los enconos, los rozamientos, los empeños de amor propio y de prestigio personal que desde hacía muchos años solían acompañar a las cuestiones de Cataluña”.
    En el relato de su amarga experiencia sobre el problema catalán, el ya descreído Azaña concluía que “ninguna cosa fundada durante la guerra sería duradera, si el día de la paz no podía resistir el juicio libre de la opinión española”.
    A la vista de lo que ahora sucede en Cataluña solo cabe enmendar dos palabras para concluir que “ningún 1-O fundado en la ilegalidad puede ser duradero, si al día siguiente no puede resistir el juicio democrático de la opinión española”.
    jsalgado@telefonica.net

    08 sep 2017 / 18:55
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