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el cuaderno

De ruidos y nueces

    LOS que pertenecemos a una generación de psicólogos que se formó leyendo a grandes maestros como Pinillos, Yagüe, Secadas y Riviere, entre otros, no dejamos de sorprendernos ante la debacle actual en la transmisión y en la divulgación del conocimiento. Quedan, una y otra tarea, diluidas en encuentros con mucho ruido y pocas nueces que poco aportan a una sociedad ya, casi, en un estado más gaseoso que líquido que ve, cual fuego fatuo, desvanecerse lo importante, en una suerte de Show de Truman, donde las apariencias engañan, el continente disimula el contenido y lo disfraza de calidad. Se trata de elaborar una salsa que dé sabor a una materia prima insustancial, insípida y poco nutritiva, un bonito embalaje que guarda una caja vacía.

    La gravedad del asunto no está tanto en el proceso, como en el resultado que cala, peligrosamente, en aquellos individuos más vulnerables que necesitan, cual animales hambrientos, calmar su insatisfacción vital, resolver sus conflictos, apaciguar sus ansiedades, solventar sus inseguridades y curar sus heridas. Es el aborregamiento social que busca, en manada, un chivo expiatorio en quien descansar sus responsabilidades y persigue, insistentemente, la varita mágica, el genio de la lámpara o la pócima milagrosa. Haciendo esto último aun a riesgo de convertir en patología lo más consustancial a la existencia de los mortales, al hacer de todo un gran síndrome de insatisfacción vital. Aprovechando estas debilidades, estos vacíos y agrietamientos, los falsos gurús se multiplican por reproducción espontánea, o no tan espontánea, y van configurando un nuevo estatus profesional que se enriquece de las debilidades del prójimo, de las crisis educativas y económicas o, simplemente, de la búsqueda de nuevas adicciones, con menos efectos secundarios.

    En terminología literaria estaríamos ante el absurdo intento de separar forma y fondo, o, incluso peor, de cuidar la forma y descuidar el fondo. Es inevitable apelar a teorías filosóficas como la teoría del simulacro de Jean Baudrillard o a todo el planteamiento sobre la sociedad del espectáculo que hacía Guy Debord allá por los años 60, adelantándose a su época. Es el grave peligro de una tecnología que, en ocasiones, lejos de facilitarnos el conocimiento, nos aleja de él, de su esencia y de su solidez.

    Sin hablar del peligro que nos acecha sobre la sospechosa credibilidad de todo lo que circula por las redes y se nos vende como fiable, veraz y probado. Quiero referirme aquí a lo fácil que es, a través de la sofisticación tecnológica, vender mensajes carentes de profundidad, alargar discursos basados en una única idea a la que se da vueltas y más vueltas, mientras una estudiada escenografía entretiene a una audiencia entregada a la causa que no descubre la falacia de lo que se cuenta como si fuese un gran descubrimiento, susceptible de revolucionar la realidad educativa, cuando no de proporcionar la felicidad universal y perenne para todos.

    Cuando una está a punto, ya, de pasar del enfado al desánimo que roza el escepticismo, foros como el Emociona que se acaba de celebrar en Santiago, con más de un millar de asistentes, nos hacen ver que es posible escuchar discursos interesantes, científicos y profundos, y equilibrar la balanza con una puesta en escena fresca, elaborada, atractiva y colorista. Y es, entonces, cuando todo vuelve a encajar y piensas que no siempre buscas un envoltorio bonito para compensar la poca valía de un regalo.

    En Emociona lo pasamos bien, nos reímos, bailamos, cantamos, aplaudimos, nos endulzamos y nos abrazamos; pero también aprendemos, nos deleitamos con las palabras de los y las ponentes, conocemos últimas investigaciones y experiencias de primera mano y, por supuesto, caemos en la cuenta de que el conocimiento psicoeducativo es mejorable, optimizable y, sobre todo, enriquecedor para todas las facetas de nuestras vidas, como profesionales, pero también como seres humanos.

    Profesora de Psicología (USC)

    21 nov 2017 / 21:26
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