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Un corazón de oro

    EL PERIODISTA francés Jacques Toulat dio cuenta, hace ya más de treinta años, de su sorpresa ante una inscripción grabada a la entrada de la yesiva de Meaux, centro de formación de rabinos: "Al hombre moderno le resulta fácil disponer sus artefactos y lanzarlos a la conquista del espacio; pero sigue resultándole mucho más difícil fondear en su propio corazón para vaciarlo de odios, envidias y rencores, de forma que quede poblado sólo por el amor". Aplico literalmente lo que transcribo a Isaac Díaz Pardo, el hombre bueno que nos ha dejado: un corazón de oro. Le pregunté alguna vez, en conversación íntima, si después de lo mucho sufrido le quedaba algún rencor; y me respondió, con su característica mansedumbre, que no, absolutamente no.

    Desde mi perspectiva, se trata de un verdadero milagro de la gracia de Dios, o, en versión laica, de un milagroso corazón de oro puro.

    Cuando tal milagro acontece, todo es -¡y para todos!- una luminosa irradiación de bondad. Personas de las más diversas tendencias coincidimos en ello.

    A punto de ser enterrado, oímos el emocionado y bellísimo testimonio de Neira Vilas, y la improvisación elocuente y un tanto resabiada de mi amigo Alonso Montero. También otros habrían tenido cosas muy bellas que decir, y entre ellos me cuento.

    ¿Qué me habría atrevido a decir? Pues sencillamente lo que paso a relatar aquí, habiendo gozado de una estima suya excedida y, sobre todo, de su gran afecto. Lo visité pocos días antes de morir en el hospital de San Rafael, creyéndolo ya convaleciente. Acababan de leerle mi artículo sobre él publicado en EL CORREO pocos días antes. Su hijo Camilo me dijo que le había emocionado. Yo lo saludé trazándole una cruz amplia en la frente, y tuvo un gesto iluminado de complacencia. En la breve conversación, sobreabundó una vez más en simpatía y afecto; y lo despedí trazándole de nuevo una cruz en su frente arrugada que besé con emoción.

    A lo dicho habría mucho que añadir... Poseo alguna carta suya ungida de trascendencia y expresiones de dudas que evidencian una clara voluntad de fe. Me invitó a comer varias veces. Siempre me pidió que comenzara por bendecir la mesa. Con sorpresa mía, al terminar la comida él mismo recitaba la oración de gracias en latín, que se la sabía de memoria: Agimus tibi gratias, Omnipotens Deus...

    ¿Y lo demás? Ya escribí hace unos días que él es el verdadero fundador de la Colección Histórico-Documental de la Iglesia compostelana. Cada uno de los cuatro volúmenes publicados fue presentado en la sala capitular, estando él presente en lugar preferencial que trataba de rehuir. Se evidenciaba cada vez más su compenetración con nosotros. Y expresaremos nuestra veneración agradecida teniendo en la Catedral un funeral por su eterno descanso en día próximo.

    Lo diré sin tapujos. La inmensa paz que reinaba en su corazón, tantas veces atribulado, no fue más que el preludio de la paz plena del Cielo.

    Deán de la Catedral

    08 ene 2012 / 20:44
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