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Cosas en las que poner el acento

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

TODAVÍA hay alguna esperanza, pienso, cuando media España ha estado metida en el debate en torno a la tilde de solo/sólo (elija su opción). Ha pasado algún tiempo desde ese rifirrafe sobre las tildes, dos o tres semanas que, en realidad, parecen un mundo, porque hoy todo se ha acelerado mucho.

Me gustó esa bronca (¡hasta en las redes sociales!) porque se apartaba mucho de nuestras broncas habituales, a veces demoledoras y casi siempre decepcionantes. Aquí había materia, no esas trivialidades por las que a menudo nos tiramos los trastos a la cabeza, o esos enconamientos bastante pueriles en los que caemos con tanta facilidad, siguiendo, quizás, esa idea tan trasnochada, pero aún bastante vigente, de que uno está de acuerdo con todas las opiniones siempre que se parezcan a las propias.

Pensarán algunos, sin embargo, que un debate sobre una tilde es también cuestión baladí. A mí, en cambio, esta batalla lingüística me ha emocionado. Quizás porque cada uno se emociona con lo que le toca de cerca, no digo que no, pero no piensen que lo del sólo/solo es cosa únicamente de filólogos y gentes del ramo, porque en realidad se trata de algo que nos afecta a todos (al menos, a los hablantes del español). Y por eso, precisamente, generó gran debate. Un solo siempre está en nuestra boca, aunque sea para pedir un café, y la gente tenía algo que decir al respecto, lo que es, ya digo, emocionante y revelador. Somos capaces de percibir la lengua (las lenguas) como un gran tesoro, como una gran posesión colectiva. Estupendo.

El martes, Salvador Gutiérrez, responsable de la nueva edición del Diccionario Panhispánico de Dudas, pronto en línea, resucitó en Cádiz, durante el Congreso de la Lengua, el asunto de la tilde desaparecida, y otros muchos asuntos, pues las dudas lingüísticas nos asaltan bastante más de lo que pudiera parecer. Me alegró saber que ya se puede decir el covid, y no únicamente eso de la covid, en lo que nunca he creído. Aunque tendría que ir, señala la Real Academia, siempre en mayúsculas: ¿por qué? ¿Acaso no es un acrónimo tan lexicalizado como sida, pongamos por caso? ¿No se observa ya con nitidez esa lexicalización, aunque lleve poco tiempo entre nosotros? Creo que la frecuencia es la que ha consolidado su indudable lexicalización.

Me preocupa, eso sí, la renovada pasión por los sinónimos, que se incluirán en el futuro, según Battaner, porque a menudo les tengo poca fe. Pero, en fin, solo son cosas mías. No quiero tildar (nunca mejor dicho) a Gutiérrez de oportunista, aunque ya nadie puede negar que un buen debate lingüístico levanta pasiones y quizás pone el acento en esas cosas que nos liberan de las batallas dialécticas ruidosas e inútiles. Aunque un simple acento parezca poca cosa, no lo es. Nos saca de la monotonía dialéctica, de los caminos demasiado transitados. Esta controvertida tilde, tan leve en apariencia, vale un vaso de bon vino, Gonzalo de Berceo y sus tetrástrofos monorrimos me amparen, y de paso puede servir para librarnos de discusiones bizantinas, frívolas o inanes, que de todo hay, pues de todo está trufado el día.

No obstante, ni en el ámbito de la cultura está uno a salvo de la levedad y superficialidad del momento en que vivimos. Uno se ha sumado aquí a menudo a las reiteradas protestas contra la corrección política, cuando termina convirtiéndose en una forma de censura, en un acto limitador de la creatividad, en una manifestación hiperbólica de una estúpida moralina.

Permítanme esta coda: que la literatura, y el arte, vuelva a ser el objetivo primordial de los nuevos guardianes de la moral es descorazonador. De nada sirve que muchos lo vean (lo veamos) como algo profundamente ridículo. Ahí están las correcciones a escritores clásicos: lo llaman actualización para las nuevas sensibilidades. Tras Roald Dahl, ahora le ha tocado a Agatha Christie, que no estará en el canon occidental, pero sí está, al menos, en el canon accidental: ese que el público lector simplemente elige. En fin. Del David de Miguel Ángel hablamos otro día. No hay palabras para tanta locura.