{ tribuna libre }

Monseñor Julián Barrio

José Fernández Lago

José Fernández Lago

EN ESTE MOMENTO de la dimisión del arzobispo de Santiago por haber alcanzado la edad establecida, no puedo menos que acordarme, entre otras cosas, del momento de su nombramiento como arzobispo. Yo temía que no le eligieran a él, pues la especialidad en la que se desenvolvía como teólogo era la de Historia de la Iglesia y no el Derecho Canónico o la Teología Dogmática, y además era un hombre joven. Recuerdo que entonces escribí un artículo en El Correo Gallego, para sugerir a quien procediera que no temieran por su juventud o por su especialidad, ya que, en el tiempo en que había sido auxiliar del entonces mons. Rouco Varela había demostrado madurez y competencia teológica suficientes como para sustituir al ahora cardenal Rouco.

El que ha sido hasta el momento actual arzobispo de Santiago, con tres años de obispo auxiliar y veintisiete de arzobispo en nuestra diócesis, afrontó el primer Año Santo con una madurez y sabiduría proverbiales. Los que nos dedicamos a estudiar la Biblia, que podíamos ser especialmente críticos en las homilías, que deben versar sobre los textos litúrgicos, sacados estos de la Sagrada Escritura, no podíamos decir otra cosa que “Amén” a lo que él, día tras día, iba exponiendo en la predicación de la Celebración Eucarística.

Entre las muchas virtudes que podrían destacarse en él, yo comenzaría por su sobriedad y vivencia de la pobreza como algo propio de las personas consagradas a Dios. Me decía hace mucho tiempo una de las personas que lo atendían que, en una ocasión en que le pasaron, entre otros, un cheque para que lo firmara, lo separó, diciendo: esto pertenece a Julián Barrio, no a la Diócesis… Y así en otras cosas: muy lejano a la corrupción, promovía la ayuda a los necesitados, y rechazaba todo tipo de lujo, no solo en el vestir sino también en la comida. En momentos importantes del año, sin intentar sacar frutos de otro tipo como puede suceder entre los políticos, solía visitar los hospitales y también las cárceles. Su actitud ha sido siempre cercana y cordial.

Si nos fijamos en sus manifestaciones respecto de la política, no solo no se pronunciaba alegremente, sino que además ha sido siempre moderado, distinguiendo bien los diversos ámbitos de actuación en la vida. Basta ver y analizar las homilías del Día del Apóstol o de la Traslación, para percibir cómo se desenvuelve en el campo de la fe y del respeto a la persona humana, sin incidir en otras competencias que no son fundamentalmente suyas.

En el tiempo que he convivido con él, residiendo en el Seminario Mayor, recuerdo que “era pronto para escuchar y tardo para hablar…”, en la línea de la Carta de Santiago, del Nuevo Testamento. Hoy tiene uno que soportar a menudo la postura de algunos que intentan decirle de modo constante a la gente mayor cómo tienen que pensar. Él ha sido siempre prudente, y más bien se ha callado, que pronunciarse de modo poco justo, precipitándose sin necesidad.

Recuerdo también la situación de algunos parroquianos que, siendo más o menos asiduos a la presencia en la iglesia de sus parroquias, acudían a Palacio con pancartas, para manifestarse ante el Arzobispado; y recuerdo que, cuando unos querían conversar con él en torno a un sacerdote, antes de nada, les indicó: ¿Son Vds. del grupo de los que están con las pancartas ahí afuera…? Entonces, si quieren hablar conmigo, lo primero que tienen que hacer es retirar las pancartas…

En el asunto de la lengua en la liturgia, siempre ha dedicado una buena parte de las homilías festivas al gallego; y además ha promovido el que, en cualquier parroquia, se utilizara la lengua de Rosalía para dirigirse a Dios con el Padrenuestro.

Podría destacar otras muchas virtudes que convergen en este hombre de Dios a quien las autoridades competentes le han hecho “Hijo adoptivo de Santiago”; pero entonces las dimensiones del artículo superarían las normales de este tipo de publicaciones. Quisiera, por lo tanto, concluir diciéndole: “¡Muchas gracias, D. Julián, viejo amigo!”. Y gracias por esos padres -Julián y Leovigilda-, por haber traído al mundo a una persona tan sincera, cordial y buena.