LE FUMOIR

El funeral de Belmondo

Jean-Paul Belmondo.

Jean-Paul Belmondo.

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

Con los años, el umbral de las emociones - de las mías, al menos - parece elevarse hasta cotas inalcanzables, mientras la pértiga de la vitalidad que nos ayuda a superar ese listón parece hacerse cada vez más corta. Sin embargo, de vez en cuando, la vida se empeña en depararnos sorpresas, como para recordarnos que todavía seguimos aquí y que la magia todavía le puede al hastío. Uno de esos efímeros regalos del cielo llegó en septiembre de 2021. Había muerto Belmondo, y Francia le rendía homenaje. A los grandes de este país se les celebra en el patio de los Inválidos, un cortile austero y castrense supervisado por la enorme cúpula de la basílica de San Luis, que mandó construir Napoleón. Vaya por delante mi escepticismo ante las celebraciones laicas, donde suele fallar la trascendencia y suele invitarse la cursilería. Pero aquello fue distinto. Vean el vídeo. Al fondo, en una esquina, observaba el acto un “Bébel” encapsulado en una enorme pantalla de sílice, luciendo esa sonrisa socarrona del que te ha ganado la mano al póker, del que ha pasado la noche con tu hermana, pero se partiría la cara por defenderte en cualquier pendencia, la de un pillo del cine con la cabeza cubierta por un gavroche, la de un vacilón de corazón grande. Como a las cartas, Belmondo jugaba al engaño, haciendo pasar por arrabalero a quien venía de una familia burguesa y había recibido una educación exquisita en los grandes liceos del distrito quinto. Hacía calor. Los presentes se arrumbaban en uno de los laterales, frente al Presidente y su mujer. Terminados los discursos, y tras un gesto del jefe de protocolo, la familia - todos guapos- comenzó a andar hacia la salida. Al tiempo, un retén de seis guardias republicanos, en uniforme de paño grueso, insensibles a los 30 grados de aquella tarde septembrina, portó el féretro al paso lento que requería la ocasión. Esa procesión era el final de una escapada vital que cualquiera firmaríamos: una de buenos amigos, bellas mujeres, libertad y mucho éxito. La de uno de esos pocos privilegiados que ha podido hacer de su pasión, su trabajo y viceversa. Beato lui. Y en ese punto llegó la emoción, tan contenida del Ródano para arriba, el llanto por quien sólo habíamos visto en una sala de cine pero que era parte de la familia, uno de esos rostros que en cualquier parte del mundo se asocian inmediatamente con una nación. Belmondo es Francia como Pelé es Brasil. En ese trayecto breve, de apenas cien metros, el director de la banda de la Guardia, en un inesperado giro de guion, hizo sonar el “Chi mai” de Morricone, improvisada marcha fúnebre que cerraba con su obertura de agudos violines, como cuchillos al alma, una de las películas más conocidas del actor, “El Profesional”, donde Belmondo moriría como siempre para no morir nunca. La toma aérea muestra la bandera tricolor sobre el féretro, como una barca meciéndose sobre esa inmensa piscina de adoquín. En el barrido de cámara entre el público, vemos a niños, madres de familia, abuelas que suspiraron por él en los 60, señores que siendo bachilleres le imitaban frente al espejo, encendiendo un Gitanes con ese “panache” tan suyo, acaso para impresionar en una primera cita a quien luego sería compañera de una vida como tantas otras… En ese travelling a flor de piel vemos a conocidísimos cómicos y artistas sollozar: los Dujardin, Canet, Cotillard, Lellouche, Drucker, Richard, Dutronc, Adamo y compañía. Todo el star-system local rendido a la música y llorando lágrimas que no eran de glicerina. Pasado y presente de un país que ha marcado el paso del cine y la música europeos desde la posguerra, y que nos enseña cómo despedir a aquellos que nos devolvieron la emoción cuando la creíamos perdida. No vimos a Delon, pero supimos que estuvo, como si por una vez no quisiera compartir plano con JPB, como si esos ojos tan azules como gélidos no pudieran permitirse la licencia de la tristeza por quien fue su eterno antagonista, su rival, su amigo, heraldos ambos de una época en la que los grandes actores nos hacían soñar de otra manera, y que ya nunca habrá de volver.