MIS AMIGOS HAITIANOS me reciben en sus casas, una vez más, con su habitual generosidad; y con una bella sonrisa que trata de transmitir luz y esperanza. Pero sus ojos no engañan. Los conozco desde hace tiempo. Allá por 2006. Con el paso de los años, he aprendido a vislumbrar en su mirada el sufrimiento que arrastran y aparenta acompañarlos irremediablemente. Todavía recuerdo aquel trágico 2010, con un catastrófico terremoto en enero, seguido, en noviembre, del fatídico ciclón Tomas, que vino a empeorarlo todo en la parte más occidental, aislada y deforestada de esta bella isla denominada La Española, que Haití comparte con la más próspera República Dominicana. Y es que la República haitiana, que pasa por ser el país más pobre de América, sigue siendo la gran olvidada de la Comunidad Internacional.
Hablamos de un país caribeño que no levanta cabeza por la corrupción, el fracaso de sus gobiernos, y los contratiempos naturales. De hecho, el huracán Matthew de 2016 constituyó otro varapalo inmerecido para una maltrecha población de, aún hoy, unos once millones de habitantes, pese a su constante éxodo migratorio; un proceso de huida desesperada que conozco bien por haber formado parte en 2019 de un tribunal en el que se juzgaba una tesis doctoral que, precisamente, analizaba la emigración haitiana hacia Cuba y República Dominicana. Luego, el 7 de julio de 2021, tuvo lugar el magnicidio del presidente Jovenel Moïse; y, apenas un mes más tarde, el 14 de agosto, otro brutal terremoto que se sumó al devastador impacto de la Covid-19, y ahora a un rebrote de cólera ante el que los médicos, con huelgas desde diciembre por falta de medicamentos, e incluso de luz o agua, se muestran rendidos.
Haití agoniza. Su impopular primer ministro, Ariel Henry, no sabe cómo enfrentarse a las bandas criminales o ‘gangas’ que controlan el país y un 60% de Puerto Príncipe, su capital. Hasta la Iglesia católica, mayoritaria frente a los protestantes y los rendidos al vudú, se muestra abatida. Los delincuentes controlan a una policía alicaída e incapaz de frenar los lucrativos secuestros de mujeres, niños y extranjeros. E incluso las comisarías son asaltadas y sus agentes asesinados. Quizá por ello, esta semana, ante la presión de quienes demandan un pasaporte para abandonar el país y sueñan con acogerse al programa de asilo humanitario de Joe Biden, han sido muchos los policías que han optado por huir también. La hambruna, que afecta al 50% de la población, unida a una subida del precio de los carburantes tras la reducción de la ayuda venezolana, auguran un caos todavía mayor en un país cuyas mujeres tienen que cruzar la frontera para parir con seguridad, y cuyos niños sólo ven en los contextos escolares de los países vecinos un ápice de esperanza educativa. ¿Acaso no es hora de echarles una mano?