{ al sur }

El balandro

Marcelino Agís Villaverde

Marcelino Agís Villaverde

Reina una gran algarabía en el puerto antes de zarpar. La tripulación ultima los preparativos en espera del patrón. Viejos lobos de mar, con la piel curtida por el sol y el salitre, se asoman a curiosear, recordando su vida sobre las olas. Tanto los caminantes habituales que atraviesan el puerto todas las mañanas como los recién llegados, que han sustituido sus infartódromos urbanos por un paseo al borde del mar, aminoran su marcha para contemplar el inusual trajín que precede al comienzo de la regata.

Todo queda atrás cuando el balandro se hace a la mar. Poco a poco va desapareciendo el bullicio de tierra y solo se escucha el viento y el suave crujir de las cuadernas, revestida de un blanco nupcial. La proa corta limpiamente las olas y solo existe el mar y el cielo. El patrón gobierna el barco amarrado a la caña cual niño que sostiene en su mano a un pajarillo. Tiene muchas horas de navegación a sus espaldas y atesora, además, la herencia marinera que su padre le enseñó desde pequeño. Por eso, sabe jugar a la perfección con el viento para que llene las velas y no se pierda ni una brizna.

Antes de abandonar la ría, ya se intuye el poder solemne del océano. El patrón dirige la proa al faro de la isla de Ons, adivinando en la suave orografía de la isla la figura ancestral de una mujer desnuda que yace sobre el lecho marino. Ciñendo la nave irá modificando el rumbo para salir a alta mar entre Onza y las Cíes hasta fundirse en un abrazo sincero con el horizonte.

Dicen que los hombres echan raíces y conservan en su corazón los paisajes de la infancia en los que aprendieron a amar la vida. Me pregunto qué es lo que une a los viejos marinos con el mar. Acaso la nostalgia de pasadas hazañas y gestas inolvidables luchando contra las olas; acaso la paz cuando, en el atardecer, el barco arriba de nuevo a puerto. No lo sé.