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Pienso, luego actúo

Marcelino Agís Villaverde

Marcelino Agís Villaverde

Todo en la vida es teatro, nos dijo Collen Conroy, profesora del Departamento de Teatro y Drama de la Universidad de Wisconsin, en la charla que pronunció en la Facultad de Filosofía la semana pasada. La traducción es un poco libre porque ella utilizó la palabra inglesa “performance” y, además, el título de su intervención fue “Actuación y técnicas teatrales”.

Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, pasamos la jornada actuando de distinta manera según la persona con la que hablemos. De hecho, Collen insistió en que la voz, modulada a conveniencia según quién sea nuestro interlocutor y el mensaje que queramos transmitir, va construyendo nuestra identidad.

Pensaba, mientras escuchaba a Colleen, en un antiguo pero interesante ensayo de Mario Vargas Llosa titulado “La verdad de las mentiras”, en el que nos explica cómo aceptamos la ficción literaria como si fuese una verdad, fruto de un pacto implícito entre el autor y el lector, respetando el acuerdo de creer las mentiras que el escritor nos propone en su trama como si fuesen verdades.

Sus intuiciones fueron también desarrolladas por el un filósofo anglo-ghanés y profesor de la Universidad de Princeton, Kwame Anthony Appiah, en su obra Las mentiras que nos unen. Repensar la identidad. Appiah cuestiona la forma de concebir la cultura occidental a partir de tópicos discutibles y se pregunta qué será de nosotros sin esas identidades imaginarias, que han devenido verdades universales, pues esos esencialismos conformaban una solución colectiva para posicionarnos en el mundo.

No pude resistir la tentación de preguntarle a Colleen si no solo actuamos ante los demás, con nuestra voz y nuestro lenguaje no verbal, sino también ante nosotros mismos, haciendo de nuestra vida un relato en busca de narrador. No quiso contestarme pero prometió darle vueltas a este espinoso asunto pues tiene un pase que construyamos una farsa para los demás, sin embargo actuar para uno mismo puede traer graves e insospechadas consecuencias. Que se lo pregunten al desdichado don Quijote de la Mancha e incluso a Sancho, su fiel escudero.